Malabarear

«No cargues tantas cosas, se te van a caer».

En mi infancia, cuando ayudaba a mi madre a hacer limpieza o arreglos en la casa, ella se molestaba si yo trataba de «aprovechar el viaje» y acarreaba muchas cosas. «El que mucho abarca, poco aprieta«, decía.

Desde mi perspectiva, nunca llevaba más de lo que podía, pero ella consideraba que yo siempre llevaba cosas de más y que corría el riesgo de que algo se cayera y se rompiera.

Cuando efectivamente algo se me caía -ya fuera que se rompiera o no-, ella remataba con un «El flojo y el mezquino andan dos veces el camino» haciendo alusión a que ahora tendría que invertir -perder- tiempo en levantar y limpiar el desastre.

«El que mucho abarca, poco aprieta» es una frase que más tarde -ya como adulto- ignoré en mi vida, no sólo en situaciones de cargas físicas, sino también, y principalmente, a mi agenda de actividades.

Como buen profesionista joven ambicioso, al principio de mi carrera laboral siempre traté de dar los mejores resultados y demostrar más capacidad que mis compañeros -o competidores-. Pero claro, no quería sacrificar eso que llamaba «mi vida personal», así que entre trabajo y vida social, aceptaba -y proponía- cualquier cantidad de cosas por hacer.

¿Qué sucedió? Lo obvio: comencé a quedar mal por todos lados. Los plazos me comían, olvidaba compromisos, aceptaba citas que se empalmaban en horario y cosas por el estilo. Lejos -muy lejos- de acercarme a los resultados que pretendía, cada vez veía con más frustración que mi desempeño, a pesar de todos mis grandes esfuerzos, se volvía pobre e infructuoso.

«El que mucho abarca, poco aprieta»

Fue difícil tomar decisiones. En principio, en aquella época, yo no tenía la formación profesional que obtuve después de certitifacarme en PNL y Coaching, así que mi toma de decisiones estaba basada principalmente en el ego o la intuición. Primero me pregunté cómo podría hacer todas las cosas a las que me comprometía. Al no encontrar respuesta, cambié la pregunta a «¿qué puedo dejar de hacer?«. El simple hecho de pensar en dejar de hacer cosas me angustiaba. Dejar de hacer cosas sería una aceptación de mi falta de habilidades. O por lo menos eso fue lo que pensé.

Entonces sucedió algo que fue al mismo tiempo bueno y malo: aprendía a malabarear. A malabarear objetos con las manos. Pelotas o naranjas. Me dí cuenta que aunque tuviera sólo dos manos, podía mantener en el aire hasta cuatro objetos. Claro, al principio se me caían pero poco a poco, con la práctica, los podía mantener más y más tiempo volando por el aire con más y más facilidad.

Fue bueno porque me dí cuenta que incluso las cosas difíciles pueden manejase si uno decide desarrollar nuevas habilidades. Y eso lo apliqué a mi saturada agenda actividades.

¿Lo malo? Lo malo fue que de cualquier forma, todo tiene límites y siempre habrá un «el que mucho carga, poco aprieta». Y volví a cometer errores, a olvidar compromisos, a empalmar citas y a tener malos resultados.

Fue entonces cuando me resigné – sí, en principio fue resignación- a que tendría que dejar de hacer cosas y de aceptar compromisos. Me sentí triste. La vida me derrotaba. La vida me demostraba que yo no era tan capaz como lo creía.

Así que dejé de hacer cosas, y claro, en las pocas cosas en las que me involucraba obtenia resultados excelentes.

De pronto volví a sentir la necesidad -y la ambición- de hacer más cosas. La gente a mi alrededor, al ver que yo daba muy buenos resultados, nuevamente me empezaban a pedir más cosas.

Pero en esta ocasión hice algo distinto. En lugar de aceptar todo lo que se me ponía en frente, primero valoraba qué actividades me ayudaban a construir una forma de vida tal como yo la deseaba, por lo que dije no a muchas cosas, pero a las que dije sí, las incluí en mi agenda y las pude realizar con mucha efectividad.

Comprendí finalmente que la eficiencia está entre las fronteras de «el que mucho abarca, poco aprieta» y la habilidad de malabarear.