Yo tampoco exagero

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Ayer después de comer en casa, fui a tomar café y a leer a El Café del Morro. De las cafeterías en el centro de la ciudad, es la más cercana para mí, aunque no sea la que más me gusta, pero me soluciona la vida los días que no tengo muchas ganas de caminar, pero sí muchas ganas de buen café. La caminata fue tranquila. Unos 15 minutos nada más.

 

Al llegar, los baristas me saludaron muy amables, como siempre. Y como siempre, yo también los saludé amablemente, pero no recordé sus nombres. Ya los conocía de antes, hace un par de años en otra cafetería. No me gusta olvidar los nombres de las personas, pero me sucede con frecuencia y no he hecho nada al respecto.

 

Me senté en la mesa de siempre. Me gusta el sillón y la silueta blanca del árbol que decora la pared verde de enfrente.

 

Saqué mis libros; cuaderno y pluma por si me inspiraba en algo para escribir. me trajeron  mi café y me preguntaron si quería algo más; sólo sonreí de moví la cabeza para decir que no. Le dí un trago al café. Delicioso. La taza, sin embargo, me pareció más chica de lo normal.

 

Llegaron dos amigas (no amigas mías, sino amigas entre ellas) platicando y riendo. Se sentaron frente a mí. – Y entonces ¿se le olvidó el paquete? – ¡Sí we! ¡No mames! – Ja, ja, ja, ja, ja – Te lo juro. Hace como 300 años que no exagero. – Ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja – Oye, y la Yesenia ¡qué buena suerte con su nuevo novio! – ¡Ya sé! ¡Suertudota la muy perra!

 

Comencé a leer – omejor dicho, a intentar leer – pero no me pude concentrar. Y no: el problema no eran las escandalosas amigas de la Yesenia. El problema era que con cada trago que le daba al café, todas mis neuronas me hacían pensar en ti.