La señal
Gabriel estaba en su cuarto. Miraba una de las paredes blancas e imaginaba un lago y una cabaña y mucho árboles y muchos pájaros y un perro y él: un hombre gigante y fuerte, con un gran sombrero y botas y una camisa a cuadros, cargando leña para hacer una fogata.
De pronto vio por la ventana que un foco se encendió en la casa de enfrente. Escuchó los gritos furiosos de Don Manuel, los gritos llorosos de Doña Licha, y miró a Martha salir por la puerta trasera y sentarse en el jardín bajo un árbol, abrazando con fuerza a una de sus muñecas de trapo mientras sus papás seguían discutiendo, como casi todos los días.
Gabriel volteó a ver su pared blanca, y tomó una decisión: mañana temprano, le diría a Martha que huyera con él. Comprarían un par de pasajes y se irían a vivir junto al lago. Él construiría una cabaña, y aunque llevarían una vida austera, siempre tendrían felicidad.
Gabriel, de apenas 7 años, sacó su alcancía de debajo de la cama. Tomó una hoja de su cuaderno y una pluma, y comenzó a escribir: «Queridos papá y mamá:…»