El Retrato de Dorian Gray – Cap 7

CAPITULO VII

Por una u otra razón, la sala estaba llena aquella noche, y el gordo empresario judío, al que hallaron a la puerta, sonreía de oreja a oreja con una untuosa y temblona sonrisa. Escoltóles hasta el palco con una especie de pomposa humildad, sacudiendo sus manos adiposas y enjoyadas, y hablando a voz en cuello. Dorian Gray lo encontró más abominable que nunca. Sentía como si, habiendo venido para ver a Miranda, se hubiese tropezado con Caliban. Lord Henry, en cambio, casi lo halló de su gusto. Por lo menos, así lo declaró, e insistió en estrecharle la mano, asegurándole que se sentía orgulloso de encontrar a un hombre que había descubierto a un artista realmente genial y hecho bancarrota por un poeta. Hallward se distrajo en observar los rostros del patio. Hacía un calor sofocante, y la enorme araña del centro fulguraba como una dalia monstruosa de amarillos pétalos de fuego. Los mozos, en la galería, se habían despojado de chaquetas y chalecos, colgándolos de la barandilla. Hablábanse de un lado a otro del teatro, y compartían sus naranjas con las criaturas vestidas de colores chillones que tenían al lado. Algunas mujeres reían en el patio. Sus voces eran horriblemente agudas y discordantes. Del bar llegaba el taponazo de las botellas descorchadas.
– ¡Qué sitio para encontrar a la deidad de uno! -exclamó Lord Henry.
-Sí -repuso Dorian Gray -. Aquí fue donde la hallé, más divina que todo lo existente. Cuando salga a escena lo olvidaréis todo. Esta gente, vulgar y tosca, con sus rostros soeces y sus ademanes brutales, en cuanto ella sale, cambia por completo. Guardan silencio y la contemplan. Lloran y ríen a voluntad de ella. Son, para ella, como un violín en el cual tocase. Ella los espiritualiza y nos hace sentir que son de la misma carne y de la misma sangre que nosotros.
-¡De la misma carne y la misma sangre que nosotros! – ¡Oh, espero que no! -exclamó Lord Henry, examinando con sus gemelos a los espectadores de la galería.
-No le hagas caso, Dorian -dijo el pintor -: Yo comprendo lo que quieres decir, y tengo fe en esa muchacha. Todo ser al que tú quieras tiene que ser maravilloso; y una muchacha que produce el efecto que dices, preciso es que sea bella y noble. Espiritualizar a nuestros contemporáneos, ya es tarea digna de emprenderse. Si esa muchacha puede dar alma a los que han vivido sin ella; si puede suscitar el sentido de la belleza en gentes cuyas vidas han sido sórdidas y feas; si puede despojarlas de su egoísmo y prestarles lágrimas para llorar dolores que no son los suyos propios, realmente es digna de toda tu admiración y digna de la admiración del mundo. Ese matrimonio es perfectamente razonable. Al principio no lo creí así; pero ahora lo reconozco. Los dioses han hecho a Sibyl Vane para ti. Sin ella, hubieras quedado incompleto.
-Gracias, Basil -contestó Dorian Gray, estrechándole la mano -.
Estaba seguro de que tú me entenderías. Harry es tan cínico, que me da miedo. Pero ya empieza la orquesta. Es tremenda; pero no dura más que cinco minutos. Luego se levantará el telón, y veréis a la mujer a quien voy a dar mi vida entera, a la que he dado ya todo lo que hay en mí de bueno.
Un cuarto de hora después, en medio de una tempestad de aplausos, entró Sibyl Vane en escena. Sí, ciertamente que era atractiva; una de las criaturas más deliciosas que había visto nunca, pensó Lord Henry. Había algo del cervatillo en su gracia tímida y sus ojos medrosos.
Un leve rubor, semejante a la sombra de una rosa en un espejo de plata, coloreó sus mejillas al posar la mirada en aquella multitud entusiasmada que llenaba la sala. Retrocedió unos pasos, y sus labios parecieron temblar. Basil Hallward, poniéndose en pie vivamente, comenzó a aplaudir. Inmóvil, como en un sueño, Dorian Gray permanecía sentado, contemplándola absorto. Lord Henry requirió sus gemelos, murmurando: «¡Deliciosa! ¡Deliciosa!».
La escena era en un salón de casa de los Capuleto, y Romeo, disfrazado de romero, acababa de entrar con Mercutio y sus otros amigos.
La banda atacó unos compases de música, y el baile empezó. En medio de la multitud de racionistas desgarbados y fachosos, Sibyl Vane se balanceaba, al bailar, como una planta en el agua. La curva de su cuello era la curva de una blanca azucena. Sus manos parecían hechas de frío marfil.
Sin embargo, parecía extrañamente inatenta. No mostró señal alguna de alegría al detener los ojos en Romeo.
Las pocas palabras que tenía que hablar: Good pilgrim, you do wrong your hand too much, Which mannerly devotion shows in this; For saints have hands that pilgrims’ hands do touch.
And palm to palm is holy palmer’s kiss, con el breve diálogo que sigue, fueron dichas de un modo afectado. La voz era deliciosa, pero la entonación enteramente falta, equivocada de color, despojando de toda vida el verso, haciendo irreal la pasión.
Dorian Gray palideció observándola, confundido, anhelante. Ninguno de sus dos amigos se atrevió a decirle nada. A ambos les pareció una actriz mediocrísima, y ambos se sintieron horriblemente defraudados.
Sin embargo, sabían que la prueba decisiva de toda Julieta es la escena del balcón en el segundo acto. Esperaron; si fracasaba allí, es no que habla nada en ella.
Realmente estaba encantadora cuando apareció a la luz de la luna.
Esto no podía negarse. Pero su afectación era insoportable, y por momentos iba agravándose. Su manera de accionar se resentía de un absurdo amaneramiento, y a todo lo que decía le daba un énfasis excesivo. El bellísimo pasaje: Thou know’est the mask of night is on my face, Else would a maiden blush bepaint my cheek For that which thou hast heard me speak tonight, fue declamado con la penosa precisión de una colegiala, enseñada a recitar por un profesor de declamación, de segundo orden. Cuando se inclinó sobre el balcón y llegó a aquellos versos maravillosos: Although I joy in thee, I have no joy of this contract tonight: It is too rash, too unadvised, too sudden, Too like the lightning which doth cease to be Ere one can say «It lightens!» Sweet, goodnight! This bud of love, by summer’s ripening breath May prove a beauteaous flower when next we meet, pronunció las palabras como si no tuviesen sentido alguno para ella. No era azoramiento, no. Al contrario, parecía absolutamente dueña de sí misma. Era, simplemente, arte malo; un completo fiasco.
Hasta el público vulgar e ineducado del patio y de la galería perdió todo interés en la obra. Comenzaron a agitarse, a hablar alto, a sisear. El empresario judío, de pie en el fondo de la sala, pateaba y juraba de rabia. La única persona tranquila era ella.
Al terminar el segundo acto, se desencadenó un huracán de silbidos, y Lord Henry se levantó de su silla y se puso el gabán.
-Es preciosa, Dorian -dijo -; pero no tiene idea del teatro. Vámonos.
-Quiero ver toda la obra -contestó el mozo, con voz sorda y amarga -. Siento infinito haberte hecho perder la noche, Harry. A ambos os pido mil perdones.
-Querido Dorian, Miss Vane debe estar indispuesta -interrumpió Hallward -. Volveremos otra noche.
-¡Pluguiera al cielo que estuviese enferma! -replicó Dorian -. Pero me parece, simplemente, insensible y fría. Ha dado un cambio completo. Anoche era una gran artista. Hoy, no pasa de ser una actriz mediocre y adocenada.
-No hables así de una mujer que amas, Dorian. El amor es cosa mucho más maravillosa que el arte.
-Ambos no son más que simples formas de imitación -hizo observar Lord Henry -. Pero salgamos. No debes permanecer aquí más tiempo, Dorian. Ver representar mal, es sumamente pernicioso para la moral de uno. Además, no creo que quieras que tu mujer continúe en el teatro. ¿Qué importa, pues, que haga Julieta como una muñeca de palo? Es muy bonita, y si sabe tan poco de la vida como del teatro, será una experiencia deliciosa. No hay más que dos clases de personas que sean realmente sugestivas: las que lo saben todo, y las que no saben nada en absoluto. ¡Por Dios, hijo mío, no pongas esa cara tan trágica! El secreto de permanecer joven es no tener nunca una emoción desagradable. Ven al club con Basil y conmigo. Fumaremos y beberemos a la belleza de Sibyl Vane. Es preciosa. ¿Qué más puedes desear? – ¡Vete, Harry, vete! -gritó el mozo -. Necesito estar solo. Y tú también, vete, Basil. ¡Ah!, ¿no veis que se me está rompiendo el corazón? Sus ojos se llenaron de lágrimas ardientes; tembláronle los labios, y corriendo hacia el fondo del palco, se apoyó contra la pared y escondió el rostro en las manos.
-Vámonos, Basil -dijo Lord Henry, con una extraña ternura en la voz. Y ambos salieron juntos.
Pocos momentos después se encendieron las candilejas, y levantóse el telón para el tercer acto. Dorian Gray volvió a ocupar su silla.
Estaba pálido, altivo e indiferente. La obra avanzaba penosamente, y parecía interminable. La mitad del auditorio se marchó, con un ruido de pies pesados y riendo.
El fracaso era completo. El último acto, transcurrió ante los bancos casi desiertos. El telón cayó entre unas risitas burlonas y unos cuantos gruñidos.
Apenas hubo terminado, corrió Dorian Gray hacia el saloncillo.
Allí estaba la muchacha, sola, con una expresión de triunfo. En sus ojos brillaba un fuego intenso. Toda ella parecía resplandecer. Sus labios entreabiertos sonreían a algún secreto sólo de ella conocido.
Al entrar Dorian, le miró con una mirada de alegría infinita.
– ¡Qué mal he estado esta noche!, ¿verdad, Dorian? -exclamó.
-¡Horriblemente! -contestó él, contemplándola estupefacto -.
¿Estás enferma? No tienes idea de lo mal que has estado. No puedes figurarte cuánto he sufrido.
La muchacha sonrió.
-Dorian -repuso, deteniéndose con voz musical en el nombre, como si fuera más dulce que la miel a los pétalos rojos de su boca -, Dorian, deberías haber comprendido. Pero ahora sí comprendes, ¿verdad? – ¿Comprendo, qué? -preguntó él, coléricamente.
-Por qué he estado tan mal esta noche. Por qué estaré ya siempre mal. Por qué no volveré ya nunca a trabajar bien.
Encogióse Dorian de hombros.
-Quiero suponer que estás enferma. Pero, en ese caso, no deberías salir a escena. Te pones en ridículo. Nos has hecho pasar un mal rato, a mis amigos y a mí.
Ella no parecía escucharle. La alegría la transfiguraba. Un éxtasis de felicidad se había apoderado de ella.
-¡Dorian, Dorian! -exclamó -; antes de conocerte el teatro era la única realidad de mi vida. El teatro era el único lugar en que vivía.
Creía que todo lo que en él representábamos era verdad. Una noche era Rosalinda, y Porcia a la siguiente. La alegría de Beatriz era mi alegría, y el dolor de Cordelia también era el mío. Creía en todo. La gente vulgar que trabajaba conmigo me parecía semejante a los dioses. Las decoraciones pintadas eran mi mundo. No conocía sino sombras, y me parecían reales. Viniste tú… – ¡oh amor mío!- y libertaste mi alma de su cárcel. Me enseñaste lo que es la realidad. Esta noche, por primera vez en mi vida, he visto la vanidad, la ficción y la estupidez de la farsa sin sentido en que hasta ahora me he movido. Esta noche, por vez primera, me he dado cuenta de que Romeo era repugnante, y viejo y pintado, de que la luz de la luna en el huerto era ficticia, de que el decorado era atrozmente vulgar, y de que las palabras que tenía que pronunciar eran mentira, no eran mis palabras, no eran lo que yo quería decir. Tú me has traído algo más elevado, algo de que todo el arte es sólo un reflejo. Tú me has hecho comprender lo que realmente es el amor. ¡Amor mío! ¡Amor mío! ¡Mi príncipe! ¡Príncipe de mi vida! Me repugnan ya las sombras. Tú eres más para mí que todo cuanto pueda ser el arte. ¿Qué tengo que ver yo con los muñecos de una comedia? Cuando esta noche salí a escena no podía comprender cómo era que todo esto se había ido de mí. Creí que iba a estar maravillosa, y vi que no podía hacer nada. De pronto se hizo en mí la luz, y comprendí. Les oía silbarme, y sonreía. ¿Qué podían ellos saber de un amor como el nuestro? Llévame contigo, Dorian… llévame contigo, adonde podamos estar completamente solos. Odio el teatro. Podría fingir una pasión que no sintiese, pero no puedo simular una que me quema como fuego. ¡Oh Dorian, Dorian!, ¿comprendes ahora lo que esto significa? Y aunque pudiera hacerlo, sería para mí una profanación salir a escena estando enamorada. Tú me has hecho ver esto.
Dorian se dejó caer en el sofá, y apartando los ojos de ella, murmuró: -Has matado mi amor.
Ella le miró asombrada, y se echó a reír. Él no dijo nada. Entonces ella se le acercó suavemente y le acarició con sus dedos menudos los cabellos. Luego se arrodilló y le besó las manos. Retirólas él, estremeciéndose.
De pronto, levantándose, se dirigió hacia la puerta.
-Sí -gritó -, has matado mi amor. Antes excitabas mi imaginación, y ahora, ni siquiera consigues despertar mi curiosidad. Me dejas completamente frío. Yo te quería porque eras maravillosa, porque había en ti genio y entendimiento; porque hacías realidad los sueños de los grandes poetas, y dabas formas y sustancia a las sombras del arte.
Tú misma te has despojado de todo. Eres superficial y tonta. ¡Santo Dios, qué loco fui en quererte! ¡Qué necio! En este momento, ya no eres nada para mí. No quiero volver a verte. No quiero pensar más en ti, ni acordarme de tu nombre. ¡Tú no sabes lo que eras antes para mí! Antes… ¡Pero no quiero pensar más en ello! ¡Ojalá no te hubiesen visto nunca mis ojos! Tú has destruido la novela de mi vida. ¡Qué poco sabes del amor, si piensas que perjudica a tu arte! Sin tu arte no eres nada. Yo te habría hecho famosa, rica y magnífica. El mundo te habría adorado, y tu hubieses llevado mi nombre. ¿Qué eres ahora, en cambio? Una actriz de tercer orden, tonta y bonita.
La muchacha palidecía y temblaba. Juntó las manos y murmuró con una voz que parecía anudarse en la garganta: -No es posible que hables en serio, ¿verdad, Dorian? Estás representando una comedia.
– ¿Representando? Eso lo dejo para ti. ¡Lo haces tan bien! -replicó él, mordazmente.
Levantóse ella, y con una lastimera expresión de dolor en el rostro vino hacia él. Le puso la mano en el brazo y le miró en los ojos. El la rechazó, gritando:
-¡No me toques! Ella lanzó un sordo gemido, y se derribó a los pies de él, quedando inmóvil, como una flor pisoteada.
– ¡Dorian, Dorian, no me abandones! -musitó -. ¡Siento tanto haber estado mal esta noche! Pensaba en ti todo el tiempo. Pero yo trataré… sí, te aseguro que trataré… ¡este amor que tengo ha sido para mí una cosa tan súbita! Creó que nunca lo habría conocido si tú no me hubieses besado… si no nos hubiésemos besado. ¡Bésame de nuevo, amor mío! No te vayas; no me dejes. Mi hermano… No; ¿a qué pensar en ello? El no quería decir eso. Hablaba en broma… Pero tú, tú, ¿no puedes perdonarme por esta noche? Yo trabajaré, estudiaré mucho, y trataré de progresar. ¡No seas cruel conmigo, sólo porque te quiero más que a nada en el mundo! Después de todo, hoy es la única vez que no te he gustado. Pero tienes razón de sobra, Dorian. Yo debería haberme mostrado más que una artista. Fue una tontería, lo reconozco; pero no podía hacer otra cosa… ¡Oh, no me dejes, no te vayas! Un acceso de sollozos apasionados la sofocó. Quedó acurrucada en tierra como una bestezuela herida.
Dorian Gray la contempló un momento, y sus labios se contrajeron en una mueca de exquisito desdén. Siempre hay algo ridículo en las emociones de aquellas personas que hemos dejado de querer. En aquel instante, Sibyl Vane le parecía absurdamente melodramática. Sus lágrimas y sollozos le molestaban.
-Me voy -dijo al fin, con su voz clara y tranquila -. Lo siento mucho, pero no me es posible volver a verte. Me has defraudado por completo.
Ella lloraba silenciosamente. No dijo nada; pero se acercó, arrastrándose, a él. Sus manecitas se tendieron como las de un ciego, pareciendo buscarle. Él volvió los talones, y salid del cuarto. Pocos segundos después estaba en la calle.
Apenas se dio cuenta del rumbo que tomaba. Se acordaba de haber vagado a través de callejuelas obscuras, pasadizos sombríos y casas siniestras. Mujeres de voz bronca y risa agria habían siseado llamándole. Borrachos, maldiciendo y monologando confusamente, habían pasado junto a él, haciendo eses, como simios monstruosos. Había visto niños como sabandijas, arracimados delante de algunos umbrales, y oído chillidos y blasfemias que salían de los portales lóbregos.
Amanecía cuando se encontró en los alrededores de Covent Garden . Las tinieblas se iban disipando, y el cielo, encendiéndose en fuegos tenues, iba trocándose en una perla perfecta. Grandes carretas atestadas de cabeceantes azucenas rodaban lentamente por las bruñidas calles desiertas. Un aroma denso traspasaba el aire, y la belleza de las flores pareció traer un lenitivo a su angustia. Entró en el mercado, y miró a los hombres descargando sus carros. Uno de ellos, vestido con una blusa blanca, le ofreció unas cerezas. Le dio las gracias, asombrado de que se negara a aceptar una propina, y comenzó a comerlas distraídamente. Habían sido cogidas a media noche, y la frescura de la luna las había penetrado. Una larga hilera de muchachos con canastas de tulipanes rayados y rosas rojas y amarillas desfilaron ante él, por entre las enormes pirámides verde jade de las hortalizas. En el pórtico de grises columnas, emblanquecidas por el sol, vagabundeaba un tropel de muchachas, sucias de tierra y sin nada a la cabeza, esperando el final de la subasta. Otras, se apiñaban delante de las puertas giratorias de los cafetines de la Piazza. Los pesados caballos de los carros resbalaban sobre el adoquinado desigual, sacudiendo sus collarones de cascabeles. Algunos de los conductores yacían dormidos sobre un montón de sacos. Con sus patitas rojas y sus cuellos irisados, corrían y revolaban de un lado a otro los pichones, picoteando los granos esparcidos.
Al cabo de poco rato, tomó un coche para ir a su casa. Ya en el umbral de ésta, detúvose unos momentos contemplando la plaza silenciosa, las cerradas ventanas con sus persianas de colores vivos. El cielo era ahora un puro ópalo, y los tejados brillaban como plata. De una chimenea elevábase una tenue espiral de humo. Rizábase, como una cinta violeta, sobre el fondo de nácar.
En la gran linterna veneciana, toda dorada, despojo de la góndola de algún Dux, que colgaba del artesonado del vasto hall revestido de roble, ardían aún tres vacilantes mecheros, como azulosos pétalos de llama, orillados de un fulgor blanquecino. Los apagó, y después de arrojar sobre una mesa su capa y su sombrero, se dirigió, atravesando la biblioteca, hacia su alcoba, ancho aposento octogonal del piso bajo, que él mismo, en su naciente afición al lujo, se había ocupado en decorar, colgándolo con unos hermosos tapices del Renacimiento que descubriera en un olvidado desván de Selby Royal. Al dar la vuelta al pomo de la puerta, cayeron sus ojos sobre el retrato que le había hecho Basil Hallward. Asombrado, dio un paso atrás. Enseguida, rehaciéndose, entró en la alcoba un tanto desconcertado. Acababa de desabotonarse el frac, cuando pareció titubear. Al fin, volvió atrás, se acercó al retrato y lo examinó. A la luz escasa que luchaba por atravesar los estores de seda crema, el rostro se le antojó un tanto cambiado. La expresión parecía otra. Hubiérase dicho que había en la boca un cierto dejo de crueldad. Realmente era extraño.
Volviéndose, se dirigió a la ventana y descorrió el estor. La aurora inundó la estancia, barriendo las sombras caprichosas a los rincones polvorientos, donde quedaron estremeciéndose. Pero la extraña expresión que notara en el rostro del retrato parecía persistir, más profundamente aún si cabe. La luz viva y palpitante del sol le mostraba alrededor de la boca unas arrugas de crueldad, con la misma claridad que si se hubiese contemplado en un espejo después de realizar algún acto horrendo.
Retrocedió, y cogiendo de la mesa un espejito oval, enmarcado de amorcillos de marfil, uno de los muchos regalos de Lord Henry, contemplóse ávidamente en sus bruñidas profundidades. Ninguna arruga turbaba la línea de sus labios rojos. ¿Qué podía, pues, significar aquello? Se restregó los ojos, y acercóse luego al retrato para examinarlo de nuevo. Nadie lo había tocado desde que lo trajeron; y, sin embargo, no cabía duda de que la expresión general había cambiado. No era una simple fantasía suya. La cosa era espantosamente visible.
Dejándose caer en un sillón, se puso a meditar. De pronto, le fulguró en la memoria lo que había dicho en el estudio de Basil Hallward el mismo día que éste había acabado su retrato. Sí, se acordaba perfectamente. Habla formulado el deseo absurdo de permanecer él joven, y de que envejeciera el retrato en lugar suyo; el deseo de que su propia belleza perdurase sin mácula, mientras el rostro pintado sobre el lienzo fuera el que llevase el peso de sus pasiones y pecados; de que la imagen pintada se marchitase bajo las arrugas del dolor y el pensamiento, mientras él conservaría toda la delicada lozanía y el encanto de su adolescencia, ya consciente de sí misma. ¿No le habría sido otorgado su deseo? Pero tales cosas eran imposibles. Pensar sólo en ello, era ya monstruoso. Y, sin embargo, allí estaba el retrato, ante él, con su sombra de crueldad en la boca.
¿Crueldad? ¿Había sido él cruel, acaso? La culpa era de ella, y no suya. Él había soñado en ella como en una gran artista, le había entregado su amor por creerla genial. Luego, ella le había desilusionado. La habla visto vulgar, indigna de él. Sin embargo, un remordimiento infinito le invadía, al recordarla caída a sus pies, sollozando como un niño.
Recordó con qué insensibilidad la habla mirado entonces. ¿Por qué sería él de ese modo? ¿Por qué le habría sido dada un alma semejante? Pero también él había sufrido. Durante las tres terribles horas que había durado la representación, había vivido siglos de dolor, eternidades de tortura. Su vida, bien valía la de ella. Si él la había herido para toda una vida, ella, en cambio, le había frustrado un momento. Además, las mujeres son más aptas para soportar el dolor que los hombres. Viven de sus emociones. No piensan más que con sus emociones. Cuando toman un amante, no es sino para tener alguien a quien poder hacer escenas. Así se lo había dicho Lord Henry, que sabía a qué atenerse respecto alas mujeres. ¿Por qué iba él a inquietarse a causa de Sibyl Vane? Esta ya no era nada para él.
Pero ¿y el retrato? ¿Qué decir de esto? ¿El retrato poseía el secreto de su vida, y contaba su historia? El le había enseñado a amar su propia belleza. ¿Le enseñaría también a aborrecer su alma? ¿Podría él mirarlo de nuevo? No; todo había sido una ilusión de sus sentidos conturbados.
Aquella horrible noche que había pasado, dejó fantasmas detrás. De improviso, esa motita roja que vuelve dementes a los hombres, se había deslizado en su cerebro. El retrato no había cambiado. Era locura pensarlo.
Sin embargo, allí estaba mirándole, con su hermoso rostro desfigurado y su sonrisa cruel. Sus cabellos sedosos rebrillaban al sol de la mañana. Los ojos azules tropezaron con los suyos. Un sentimiento de infinita compasión, no de sí mismo, sino de la imagen pintada, se apoderó de él. De la imagen ya alterada, y que cada día iría alterándose más. Su oro se marchitaría, hasta tornarse gris. Sus rosas blancas y encarnadas morirían. A cada pecado que cometiese, un nuevo estigma vendría a marcar y destruir su hermosura. Pero él no quería pecar. El retrato, cambiado o no, sería para él el emblema visible de la conciencia. El resistiría las tentaciones. No volvería a ver a Lord Henry…, no volvería, a ningún precio, a escuchar aquellas sutiles y envenenadas teorías que, por vez primera, en el jardín de Basil Hallward, habían despertado en su alma el deseo de cosas imposibles. Volvería al lado de Sibyl Vane, le pediría perdón, se casaría con ella, trataría de quererla otra vez. Sí; ése era su deber. Ella debía de haber sufrido más que él. ¡Pobre criatura! El había sido egoísta y cruel con ella. La fascinación que ella había ejercido sobre él renacería. Serían felices el uno junto al otro. Su vida sería hermosa y pura.
Levantándose del sillón, fue a correr un alto biombo delante del retrato, no sin estremecerse al verlo de nuevo.
– ¡Qué horror! -murmuró, atravesando la estancia y abriendo la puerta acristalada que daba al jardín.
Al pisar el césped, respiró profundamente. El aire fresco de la mañana pareció ahuyentar todos sus pensamientos sombríos. Pensó únicamente en Sibyl. Un eco apagado de su amor resonó en él. Una y otra vez repitió el nombre de ella. Los pájaros que cantaban en el jardín, empapado de rocío, parecían estar hablando de ella a las flores.

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Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20