El Retrato de Dorian Gray – Cap 5

CAPITULO V

¡Madre, madre, qué feliz soy! -dijo la muchacha, escondiendo su cara en el regazo de la vieja descolorida y marchita, que, sentada en el único sillón de la mugrienta salita, volvía la espalda a la viva claridad que entraba por la ventana.
¡Qué feliz soy! -repitió -. ¡Y también usted tiene que ser feliz! Dando un respingo en el sillón, puso la señora Vane sus manos blanqueadas al albayalde sobre la cabeza de su hija, y exclamó: – ¡Feliz! Yo no soy feliz más que cuando te veo trabajar, Sibyl. Y no debería pensar en otra cosa que en tu arte. Mr. Isaacs ha sido muy bueno con nosotros, y le debemos dinero.
¡Dinero! -gritó la muchacha, levantando la cabeza con un mohín de disgusto -. ¿Y qué importa el dinero? El amor vale más que el dinero. -Mister Isaacs nos ha adelantado cincuenta libras pera pagar nuestras deudas y equipar decentemente a James; no lo olvides, Sibyl. Cincuenta libras es una cantidad crecida. Mr. Isaacs ha estado muy considerado. -No es un caballero, madre, y detesto la manera que tiene de hablarme -dijo la muchacha, levantándose y yendo hacia la ventana. -Pues no sé cómo íbamos a arreglárnoslas sin él -replicó la vieja quejumbrosamente.
Sacudiendo la cabeza echóse a reír Sibyl Vane.
-Ya no lo necesitamos para nada, madre. El príncipe se ocupará de nosotras.
Hizo una pausa. Una ola de rubor corrió por sus venas, tiñendo sus mejillas. Un alentar anheloso entreabría las pétalo trémulos de sus labios. Un vendaval de pasión sopló sobre ella agitando los pliegues graciosos de su falda.
-Le quiero -dijo simplemente.
– ¡Locuela! ¡Locuela! -reconvino la vieja, acentuando grotescamente la palabra con un ademán de sus dedos engarfiados, cubiertos de sortijas falsas. Rió de nuevo la muchacha. Había en su voz la alegría de un pájaro enjaulado. Sus ojos recogían la melodía, repitiéndola en resplandor; luego cerrábanse por un instante, como para esconder su secreto.
Cuando volvía a abrirlos, la bruma de un ensueño había pasado por ellas.
La cordura de labios secas continuaba hablándole desde un raído sillón, sugiriendo máximas de prudencia, tomadas de ese libro de cobardía, cuyo autor remeda el nombre de sentido común. Pero ella no escuchaba. Sentíase libre en su cárcel de pasión. Su príncipe, el príncipe de los cuentos de hadas, estaba con ella. Ella había acudido a la memoria para fingir su presencia. En busca suya envió su alma, y ésta le había traído consigo. De nuevo, el beso de él quemaba sus labios, y su aliento caldeaba sus párpados.
Entonces la cordura cambió de rumbo y habló de indagación y espionaje. Quizá aquel joven era rico. En ese caso, podía pensarse en el matrimonio. Estrellábanse contra la concha de los oídos de ella las olas de la malicia humana. Silbaban en torno suyo los dardos de la astucia.
Veía moverse los secos labios y sonreía.
De pronto sintió la necesidad de hablar. Aquel vacío de palabras la turbaba.
– ¡Madre, madre! -exclamó -. ¿Por qué me quiere él tanto? Yo sí sé por qué le quiero. Le quiero porque es como debe ser el mismo amor. Pero él, ¿qué es lo que ve en mí? Yo no soy digna de él y, sin embargo, no sé por qué, aunque me siento tan por debajo de él, no me siento humilde. Al contrario, me siento llena de orgullo. Madre, ¿quiso usted a mi padre tanto como yo quiero al príncipe? Palideció la vieja bajo la espesa capa de polvos ordinarios que enjalbegaban sus mejillas, y crispáronse sus labios en un espasmo de dolor. Sibyl corrió hacia ella, echándole los brazos al cuello y besándola. -Perdón, mamá. Sé lo que la hace sufrir a usted el recuerdo de padre. Y eso, precisamente, demuestra cuánto le quería usted. No se ponga usted triste. Me siento hoy tan feliz como hace veinte años lo era usted. ¡Ay, ojalá pueda serlo siempre! -Hija mía: eres demasiado joven para pensar enamores. Además, ¿qué sabes tú de ese joven? Ni siquiera su nombre. Nada de esto tiene pies ni cabeza; y la verdad es que, precisamente en el momento en que James se marcha a Australia y tengo tantas cosas en qué pensar, podías haber tenido un poco de consideración. Sin embargo, como ya dije, si ese joven es rico…
– ¡Ah, madre, madre, déjeme usted ser feliz! Miróla tiernamente la señora Vane, y con una de esas falsas actitudes melodramáticas, que con tanta frecuencia llegan a constituir una segunda naturaleza en la gente de teatro, la estrechó entre sus brazos.

En ese momento abrióse la puerta, y un mozo, de pelo áspero y moreno, entró en el cuarto. Era de tipo recio y cuadrado, torpe de movimientos, con pies y manos enormes, y sin la finura y distinción de su hermana. Trabajo habría costado adivinar el próximo parentesco que los unía; tan desemejantes eran. La señora Vane clavó en él los ojos, y acentuó su sonrisa. Mentalmente, elevaba a su hijo a la dignidad de público. Estaba segura de que el cuadro era conmovedor.
-Bien podías guardar alguno de esos besos para mí, Sibyl -dijo el mozo con un gruñido afable.
– ¡Pero si tú eres un oso y no te gustan los besos! -exclamó ella corriendo a abrazarle.
James Vane miró a su hermana con ternura.
-Quisiera que vinieses conmigo a dar una vuelta, Sibyl. Me parece que no volveré a ver este condenado Londres, y a fe que no lo sentiré mucho.
-No digas cosas tan tristes, hijo mío -murmuró la señora Vane, suspirando; y recogiendo del suelo un traje de escena de calores chillones, se puso a remendarlo. Le había producido una ligera decepción que su hijo no se hubiese unido al grupo. Sin duda habría acrecentado la fuerza teatral de la situación.
– ¿Y por qué no, madre, si así lo pienso? -Me haces sufrir, hijo mío. Espero que podrás volver de Australia con una buena posición. Creo que en las colonias no se hace vida de sociedad de ningún género; por lo menos, nada que pueda conceptuarse como tal; así que, cuando hayas hecho fortuna, debes volver a establecerte definitivamente en Londres.
– ¡Vida de sociedad! -refunfuñó el mozo -. ¿Y qué tengo yo que ver con eso? Si yo quiero hacer algún dinero es para retirarlas a usted y a Sibyl del teatro. ¡Cómo lo aborrezco! – ¡Qué poco amable eres, Jim! -dijo Sibyl, riendo -. ¿Pero es de veras que quieres dar una vuelta conmigo? ¡Eso está bien! Temía que te fueras a despedir de algún amigote tuyo; de Tom Hardy, que te regaló esa horrorosa pipa; o de Ned Langton, que te hace burla cuando te ve fumar en ella. Es una delicadeza el dedicarme tu última tarde. ¿Adónde quieres que vayamos? ¿Te parece que al Parque? -Voy demasiado fachoso -repuso él, frunciendo el ceño -. Al Parque no va más que la gente elegante.
– ¡Qué tontería, Jim! -susurró ella, tomándole de un brazo. -Bueno -dijo él, al fin, después de vacilar un momento -. Pero no tardes mucho en vestirte. Echó ella a correr, bailando alegremente. Oyósela cantar escaleras arriba, y pronto resonaron sus pisadas en el piso de encima. El dio dos o tres vueltas por la habitación, sin despegar los labios. Al fin, se detuvo, volviéndose hacia la figura inmóvil en el sillón.
– ¿Están listas todas mis cosas, madre? -preguntó -Todo está listo, James -contestó ella sin levantar los ojos de su labor.

Meses hacía que experimentaba cierto malestar cuando se encontraba a solas con es te hijo suyo, tan serio y tan áspero. Todo su natural frívolo y vano se turbaba al encontrar sus ojos. Preguntábase a menudo si sospechaba algo. El silencio, pues de nuevo había caído él en su taciturnidad, se le hizo intolerable. Empezó a lamentarse. Las mujeres se defienden atacando, así como otras veces atacan con
súbitas y extrañas sumisiones. -Espero que te sentirás a gusto en tu vida de marino, James -dijo. No olvides que tú mismo eres quien la ha elegido. Hubieras podido
entrar en el estudio de un procurador. Los procuradores son una clase muy considerada; y, en provincias, las familias más principales les invitan a comer con mucha frecuencia.
-Detesto las oficinas, y detesto a los empleadas -contestó él -. Pero tiene usted razón. Yo mismo he elegido la vida que más me convenía. Todo lo que le pido a usted es que guarde bien a Sibyl. Que no le ocurra ninguna desgracia, madre. Guárdela usted bien.
– ¡Qué cosas dices, James! Claro que la guardaré bien.
-Me han dicho que hay un señor que va al teatro todas las noches, y habla en el saloncillo con ella. ¿Es verdad eso? ¿Está eso bien, madre? -Estás hablando de lo que no entiendes, James. En nuestra profesión estamos acostumbradas a recibir muchas atenciones. Yo misma, ¡cuántos ramos no he recibido en otro tiempo! ¡Entonces sí que se apreciaba nuestro trabajo! Por lo que a Sibyl se refiere, aún no sé si ha tomado la cosa enserio. Pero no cabe duda de que el muchacho es todo un caballero. Siempre está muy atento conmigo. Además, todas las apariencias son de que es rico, y las flores que envía son preciosas. -Sí; pero todavía no sabe usted cómo se llama -dijo él agriamente.
-Es cierto -replicó la madre, con semblante plácido -. Todavía no ha revelado su verdadero nombre. Me parece que debe ser muy romántico Probablemente pertenece a la aristocracia.
James Vane mordióse los labios. -Guarde usted bien a Sibyl, madre -exclamó -; guárdela usted bien. -Hijo mío, me aflige tanta recomendación. Sibyl está siempre a mi
cuidado. Claro que, si ese: caballero fuese rico, no habría razón para que dejase de contraer alianza con él. Yo creo que es de la aristocracia.
Tiene todas las apariencias. Sería un matrimonio brillantísimo para Sibyl. Harían una pareja encantadora. El aspecto de él no puede ser mejor; todo el mundo lo ha notado.
Murmurando unas palabras entre dientes, el mozo tamborileó un momento con sus dedos sobre el cristal de la ventana. Volvíase de nuevo para decir algo, cuando se abrió la puerta y entró Sibyl corriendo.
– ¡Qué serios estáis los dos! -exclamó -. ¿Qué ocurre? -Nada -contestó él -. Alguna vez hay que estar serio. Adiós, madre; hasta luego. Comeré a las cinco. Excepto las camisas, ya he empaquetado todo; así que no tiene usted que molestarse.
-Adiós, hijo -contestó la señora Vane, con un saludo de estudiada majestad.
Sentíase considerable mente vejada por el tono que había adoptado con ella, y algo creyó ver en sus ojos que le había dado miedo.
-Deme usted un beso, madre -dijo la muchacha; y sus labios en flor se posaron sobre la mustia mejilla, entibiando su hielo.
– ¡Hija mía! ¡Hija mía! -exclamó la señora Vane, mirando hacia el techo en busca de una galería imaginaria.
-¡Vamos, Sibyl! -dijo el hermano, impaciente. Detestaba los efectismos y latiguillos de su madre. Salieron al atardecer, encendido y ventoso, bajando por el lúgubre
paseo de Euston. Miraban los transeúntes con cierto asombro a aquel mocetón, tasco y fornido, y un tanto astroso en efecto, en compañía de aquella muchachita tan esbelta y distinguida. Parecía un jardinero rústico paseando con una rosa. Fruncía Jim el ceño, de cuando en cuando, al sorprender alguna de aquellas miradas inquisitoriales. Experimentaba esa aversión a ser mirado que se apodera de los hombres célebres al final de su vida, y que nunca abandona al vulgo. Pero Sibyl no se daba la menor cuenta del efecto que producía. Su amor se hacía risa en sus labios. Iba pensando en su príncipe, y, para poder pensar mejor, no hablaba de él, sino del barco en que Jim iba a embarcarse, en el oro que seguramente encontraría, en la maravillosa heredera cuya vida salvaría de manos de aquellos condenados bushrangers de camisas rojas. Porque él no iba a ser siempre marinero, o sobrecargo, o cualquier otra cosa por el estilo.
¡De ningún modo! La vida de los marinos es horrible. ¡Estar encerrado en un barco, con las olas roncas y encrespadas que intentan de continuo meterse dentro, y un viento del infierno que derriba los mástiles y hace jirones las velas! No; él debía abandonar el barco en Melbourne, después de despedirse cortésmente del capitán, y enseguida marcharse a las minas de oro. No pasaría una semana sin que encontrase una enorme pepita de oro puro, la pepita más grande que se hubiese encontrado nunca, y que él conduciría hasta la costa en un carro custodiado por seis policías a caballo. Los bushrangers les atacarían por tres veces, y serían derrotados con pérdidas tremendas. O no; mejor sería que no fuese para nada a las minas. Eran sitios muy malos, donde los hombres se emborrachaban, y se mataban a tiros en las tabernas y decían palabrotas. Él debía ser ganadero, y una tarde, al caer la noche, cabalgando hacia su caza, tropezaría con la rica heredera, a quien un bandido habría raptado en un caballo negro. Y él les daría caza, y la pondría en libertad. Ella, como es natural, se enamoraría de él, y él de ella, y se casarían, y volverían entonces a Londres, donde vivirían en una casa espléndida. Sí; le aguardaban muchas cosas extraordinarias. Pero él debía ser muy bueno, y no echar a perder su salud ni gastar el dinero tontamente. Ella no le llevaba más que un año; pero sabía mucho mejor que él lo que era la vida. También debería escribirle en todos los correos, y rezar sus oraciones todas las noches antes de dormirse. Dios era muy bueno, y velaría por él. Ella también rezaría por él, y dentro de pocos años él volvería rico y feliz.
Escuchábala el mozo, cejijunto, sin contestar palabra dolorido en el fondo de tener que abandonar su hogar. Y no era esto sólo lo que le tenía caviloso y malhumorado. A pesar de su inexperiencia, presentía lo peligroso de la situación de Sibyl.
Ese petimetre que le hacía el amor podía ir con mal fin. Era un señorito, y esto bastaba para que él le odiase, con ese singular instinto de casta, de que él no podía darse cuenta, y que, por esto mismo, le dominaba más imperiosamente. Conocía también la frivolidad y vanidad de su madre, y veía en ello un inmenso peligro para Sibyl y su porvenir.
Los hijos comienzan por querer a sus padres; al hacerse mayores, los juzgan; y a veces, hasta los perdonan.
¡Su madre! Algo tenía él que preguntarle, algo que, desde hacía meses, rumiaba en silencio. Una frase casual oída en el teatro, una burla murmurada que había llegado a sus oídos una noche en que esperaba a la puerta del escenario, le habían desatado un tropel de horribles pensamientos. Se acordó de ello como de un latigazo que le hubiese cruzado el rostro. Frunciéronse duramente sus cejas, y con un espasmo de sufrimiento mordióse el labio inferior.
-No me escuchas ni una palabra de lo que digo, Jim -exclamó Sibyl -. Y eso que estoy haciendo los planes más magníficos para tu porvenir. ¡Contesta algo! – ¿Y qué quieres que conteste? -Pues que serás bueno, y no te olvidarás de nosotros -dijo ella, sonriéndole.
Encogióse él de hombros.
-Más fácil es que tú me olvides que yo a ti, Sibyl.
-¿Qué quieres decir, Jim? -preguntó ella, poniéndose colorada.
-Me han dicho que tienes un amigo nuevo. ¿Quién es? ¿Por qué no me has hablado de él? Nada bueno irá buscando.
– ¡No sigas, Jim! -gritó ella -. No digas nada en contra suya. ¡Le quiero!
-¿Y ni siquiera sabes su nombre? -repuso el mozo -. ¿Quién es? Tengo derecho a saberlo.
-Se llama el Príncipe. ¿No te gusta el nombre? ¡Tonto! No deberías olvidarlo. Si lo hubieses visto, dirías también que es el ser más maravilloso del mundo. Ya lo conocerás; cuando vuelvas de Australia. Y le querrás mucho. Todo el mundo le quiere, y yo… ¡Yo, le adoro! ¡Ojalá pudieses venir al teatro esta noche! ¡Allí estará él, y yo haré Julieta! ¡Ah, cómo voy a hacerlo! ¡Figúrate, Jim, estar enamorada y hacer Julieta! ¡Y tenerle a él enfrente! ¡Trabajar para él solo! Tengo miedo de asustar al público; asustarlo o subyugarlo, ¡quién sabe! Estar enamorado es sobrepujarse a sí mismo. El pobre Mr. Isaacs va a proclamarme un «genio» a sus contertulios del bar. Ya me ha preconizado como un dogma; esa noche me anunciará como una revelación, estoy segura. Y todo esto es obra de él, sólo de él, de mi príncipe, de mi maravilloso galán, de mi Dios de las mercedes. ¡Qué pobre soy a su lado! ¿Pobre? ¿Y qué importa? Cuando la miseria entra cautelosamente por la puerta, el amor entra volando por la ventana. Hay que rehacer nuestros refranes. Fueron hechos en invierno, y ahora estamos -en verano; para mí, en primavera: un verdadero baile de flores en el azul del cielo…
-Es un señorito -interrumpió el hermano hoscamente.
¡Un príncipe! -exclamó ella, musicalmente -. ¿Qué más quieres? -Quiere hacer de ti una esclava.
¡Sólo el pensamiento de ser libre me estremece! – ¡Desconfía de él! -Verle es amarle; conocerle, es confiar en él.

-¡Estás loca, Sibyl! Echóse ella a reír y se colgó de su brazo.
-Querido Jim, hablas como si tuvieras cien años. También tú me enamorarás algún día. Entonces sabrás lo que es. No pongas esa cara enfurruñada. Deberías alegrarte al pensar que, aunque te vas, me dejas más feliz que he sido nunca. La vida fue muy dura con los dos, muy dura y muy difícil. Pero ahora cambiará. Tú te marchas a un mundo nuevo, y yo he descubierto ya uno. Mira, aquí hay dos sillas; sentémonos y miremos pasara la gente chic .
Sentáronse en medio de un grupo de mirones. Los macizos de tulipanes llameaban como palpitantes círculos de fuego. Una nube de polvo blanco fluctuaba en el aire abrasado. Las sombrillas de colores brillantes iban y avenían como gigantescas mariposas. Sibyl hizo hablar a su hermano de sí mismo, de sus esperanzas, de sus proyectos. Hablaba él lentamente, con esfuerzo. Pasábanse uno a otro las palabras como los jugadores se pasan las fichas. Sibyl se sentía oprimida. No lograba comunicar su alegría. Una débil sonrisa, dilatando por un instante aquellos labios adustos, fue todo lo que consiguió.
Al poco rato quedó silenciosa. De pronto, tuvo la visión fugacísima de unos cabellos dorados y unos labios risueños, y Dorian Gray, con dos damas, pasó en un carruaje abierto.
De un salto se puso en pie, gritando:
-¡Ahí va, ahí!
– ¿Quién? -preguntó Jim Vane.
– ¡El, el príncipe! -contestó ella, siguiendo el coche con los ojos. Levantóse él bruscamente, cogiéndola con rudeza por el brazo.
– ¡Enséñamelo! ¿Quién es? Señálamelo con el dedo. ¡Quiero conocerle! -exclamó.

Pero en ese momento el carruaje del duque de Berwick se interpuso, y cuando hubo pasado, ya el coche de Dorian había salido del Parque.
-Se fue -murmuró Sibyl tristemente -. Me habría gustado que lo vieses. -Yo también me habría alegrado; pues, tan fijo hay un Dios en el cielo, que si te trae alguna desgracia le mataré. Miróle ella aterrorizada. Repitió él sus palabras, que cortaban el aire
como un puñal. Comenzaba ya la gente a agolparse en torno suyo. Una señora, casi al lado de ella, reía entre dientes. -Vamos, Jim, vamos -susurró Sibyl. Siguió él tras ella, hendiendo la multitud, satisfecho de lo que había
dicho.
Al llegar a la estatua de Aquiles, se volvió ella. Velase en sus ojos una compasión, que pronto se tornó en risa en sus labios. Sacudió la cabeza.
-Estás loco, Jim, loco de remate. Un chico mal geniaso, eso es lo que eres. ¿Cómo se te pueden ocurrir semejantes horrores? No sabes lo que dices. Eso no son más que celos y mala intención. ¡Ah, ojalá te enamorases! El amor hace buena a la gente y le quita esas ideas. -Tengo dieciséis años -contestó él -, y sé lo que me digo. Madre no te sirve de nada. No sabe cómo debe cuidar de ti. ¡Ojalá no tuviese que irme ahora a Australia! Note puedes figurar las ganas que me entran de echarlo todo a rodar. Y de no haber firmado ya el contrato, ¡vaya si lo haría!
-¡Oh, no te pongas tan serio, Jim! Pareces un héroe de esos absurdos melodramas que tan aficionada era mamá a representar. No voy a reñir contigo. ¡Le he visto! Y verle es la felicidad absoluta. No riñamos. Sé que tú nunca harás daño a nadie que yo quiera, ¿verdad? -Mientras lo quieras, no -contestó él a regañadientes.
¡Le querré siempre! -exclamó ella.
¿Y él?

– ¡También siempre! -Es lo mejor que puede hacer.
Soltóse ella vivamente. Luego, riendo, volvió a colgarse de su brazo. ¡Qué niño era! Al llegar a Marble Arch tomaron un ómnibus, que les dejó en la calle de Euston, cerca de su casa. Eran las cinco pasadas, y Sibyl tenía que dormir un par de horas antes de ir al teatro. Jim insistió para que así lo hiciera. Dijo que prefería despedirse de ella a solas. Si su madre estaba presente, no dejaría de hacer una escena, y él detestaba las escenas, fueran del género que fueran.
En el mismo cuarto de Sibyl se despidieron. Sentía el mozo henchido de celos el corazón, y un odio vehemente y homicida contra aquel extranjero, que le parecía había venido a interponerse entre ambos. Sin embargo, cuando los brazos de ella rodearon su cuello, y sus dedos le acariciaron los cabellos enternecióse y la besó con verdadero cariño. Mojados de Lágrimas tenía los ojos al bajar la escalera.
Su madre le esperaba abajo. Al entrar refunfuñó algo sobre su falta de puntualidad. Sin contestar, Jim se sentó ala mesa. Revoloteaban las moscas alrededor y caminaban sobre el sucio mantel. A través del estruendo de los ómnibus y el rodar de los coches, seguía oyendo la voz zumbadora, devorando cada uno de los minutos que le quedaban por vivir allí.
Al cabo de unos momentos, rechazó el plato y escondió la cabeza entre las manos. Parecíale que tenía derecho a saber. Antes deberían habérselo dicho, si era lo que él sospechaba. Llena de temor, su madre le observaba, mientras las palabras se escapaban maquinalmente de sus labios y sus dedos retorcían un andrajoso pañuelito de encaje. Al dar las seis en el reloj, levantóse y fue hacia la puerta. Luego, volviéndose en redondo hacia ella, la miré fijamente. Sus ojos se encontraron. Parecióle ver en los de ella una súplica desesperada. Aquello, lejos de enternecerle, le irritó. -Madre, tengo algo que preguntar a usted comenzó.
Sin despegar los labios, la señora Vane paseó los ojos por la habitación.
-Dígame usted la verdad. Tengo derecho a saberla. ¿Estaba usted casada con mi padre? La señora Vane exhaló un profundo suspiro. Fue un suspiro de alivio. El terrible momento, el momento que noche y día, durante semanas y meses, había temido, por fin había llegado; y, sin embargo, no sentía miedo. En cierto modo hasta era una decepción para ella. La vulgaridad de la pregunta a quemarropa requería también una respuesta rotunda. La situación no había sido traída gradualmente. Era cruda, sin el menor arte. Parecía un primer ensayo.
-No -contestó maravillándose de la simplicidad brutal de la vida.
– ¡Entonces, mi padre era un canalla! -gritó el mozo, apretando los puños.
Ella sacudió la cabeza.
-Yo sabía que él no era libre. ¡Pero nos queríamos tanto! De haber vivido ya se habría ocupado de nosotros. No hables mal de él, hijo mío. Era tu padre; y todo un caballero. Estaba muy bien emparentado.
De labios del mozo brotó una blasfemia.
-No, si yo por mí, no me preocupo -añadió -; pero ¿y Sibyl? Tenga usted mucho cuidado con ella… ¿No es también un caballero el que le hace el amor? Por lo menos, así lo dice. Y supongo que también divinamente emparentado.
Por un momento, una horrible sensación de humillación se apoderó de ella. Dejó caerla cabeza sobre el pecho; en jugóse los ojos con mano trémula.
-Sibyl tiene una madre -murmuró -. Yo no la tenía. Conmovióse el mozo. Fue hacia ella, e inclinándose, la besó.
-Siento haberla entristecido a usted preguntándole por mi padre – dijo -; pero no pude contenerme. Ahora, tengo que irme. Adiós. No olvide usted que ya no tendrá que cuidar más que de una hija; y tenga usted la seguridad de que si ese hombre hace algún daño a mi hermana, sabré quién es, seguiré su pista y lo mataré como a un perro. Lo juro. La exagerada vehemencia de la amenaza, la gesticulación apasionada que la acompañó, las palabras melodramáticas e insensatas, hicieron parecer más viva la vida a los ojos de la madre. Ella estaba familiarizada con esa atmósfera. Respiró más libremente, y por vez primera desde hacia meses, pudo admirar a su hijo. Ella habría querido continuar la escena al mismo nivel emocional; pero él cortó en seco.
Había que bajar las maletas y atar las mantas. El mozo de la casa de huéspedes no hacía más que entrar y salir. Hubo que ajustar el precio con el cochero. El momento se perdió en detalles vulgares. Con un nuevo sentimiento de decepción, la señora Vane agitó por la ventana el andrajoso pañuelo de encaje, mientras el hijo se alejaba en el coche.
Comprendía que había perdido una magnífica ocasión. Se consoló diciendo a Sibyl lo desolada que iba a ser su vida, ahora que ya no tendría que cuidar más que de una hija. Recordaba la frase, que le había gustado; pero, de la amenaza, no dijo nada. Había sido enérgica y dramáticamente exagerada. Día llegaría en que todos juntos la recordasen riendo.

********************************************************************************************************************************************

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20