El Retrato de Dorian Gray – Cap 3

CAPITULO III

Al otro día, doce y media, bajaba Lord Henry Wotton por la calle de Curzon, en dirección a la de Albany, con ganas de ir a ver a su tío Lord Fermor, solterón bondadoso, si bien un tanto brusco, tachado de egoísta por la gente que no sacaba de él provecho alguno, pero al que la buena sociedad consideraba generoso, por el mero hecho de dar de comer a quienes le divertían. Su padre había sido embajador nuestro en Madrid, cuando Isabel era joven y Prim desconocido; pero se había retirado de la diplomacia en un momento de mal humor, porque no le ofrecieron la embajada de París, puesto para el que se consideraba especialmente designado a causa de su nacimiento, su indolencia, el buen inglés de sus despachos y su desordenada afición a los placeres. El hijo, que había sido secretario del padre, presentó la dimisión al mismo tiempo, un peco aturdidamente, según se dijo entonces, y pocos meses después, habiéndole sucedido en el título, se dedicó al grave estudio del gran arte aristocrático de no hacer absolutamente nada. Tenía dos hermosas casas en la ciudad; pero, para mayor comodidad, prefería vivir en un pisito amueblado, comiendo habitualmente en su círculo. De cuando en cuando se ocupaba de la administración de sus minas de carbón, alegando, para excusarse de esta mácula de industria, que la única ventaja de tener carbón era que permitía a un gentilhombre el lujo de hacer fuego de leña en su propia chimenea. En política, era conservador; excepto cuando los conservadores subían al poder, período durante el cual les acusaba rotundamente de ser un hatajo de radicales. Era un héroe para su ayuda de cámara, que le tiranizaba, y el terror de casi todos sus deudos y parientes, a quienes, a su vez, tiranizaba. Sólo Inglaterra hubiera podido producirlo; y, sin embargo, continuamente repetía que el país se iba al traste . Sus principios estaban anticuados; pero, en cambio, mucho bueno podría decirse a favor de sus prejuicios.
Cuando Lord Henry entró en el curto encontró a su tío sentado en un butacón, vestido con una recia cazadora, fumando un puro y refunfuñando sobre un número del Times .
– ¡Hola, Harry! -exclamó el viejo prócer -. ¿Qué es lo que te trae a estas horas? Yo creía que los jóvenes a la moda no os levantábais hasta las das y no estabais visibles hasta las cinco.
-Puro amor de familia; se lo aseguro, tío Jorge. Necesito pedirle a usted una cosa.
-Dinero, supongo -dijo Lord Fermor, torciendo el gesto -. Bueno, siéntate y dime de qué se trata. Los jóvenes, hoy, creen que el dinero es todo. -Sí -murmuró Lord Henry, abotonándose la americana -; y cuando llegan a viejos, lo saben. Pero no es dinero lo que necesito. Unicamente los que pagan sus cuentas necesitan dinero, tío Jorge, y yo no pago las mías. El crédito es el capital de los hijos de familia, y se puede vivir de él perfectamente. Lo que necesito es un informe. No un informe útil, naturalmente, sino un informe inútil.
-Bien; puedo decirte todo lo que se encuentra en un Libro Azul inglés, Harry; aunque esas gentes, hoy, escriben una porción de tonterías. Cuando yo estaba en la Diplomacia, las cosas iban mucho mejor.
Pero, ahora, he oído que se entra por oposición. ¿Qué puede esperarse de gentes así? Los exámenes, señor mío, son una pura paparrucha, de cabo a rabo. Si un hombre es un caballero, en toda la acepción de la palabra, ya sabe bastante; y si no lo es, todo lo que aprenda no hará más que perjudicarle.
-Mr. Dorian Gray no tiene nada que ver con las Libros Azules , tío Jorge -dijo Lord Henry, lánguidamente.

– ¿Mr. Dorian Gray? ¿Quién es ese Mr. Dorian Gray? -preguntó Lord Fermor, frunciendo sus espesas cejas blancas. -Eso es lo que he venido a saber, tío Jorge. Es decir, quién es lo sé. Es el último nieto de Lord Kelso. Su madre era una Devereux: Lady Margaret Devereux. Desearía que me hablase usted de su madre. ¿Cómo era? ¿Con quién se casó? Usted, que conoció a casi todo el mundo de su época, debió conocerla a ella. Ese Mr. Gray me interesa mucho en estos momentos. Acabo de conocerle.
– ¡El nieto de Kelso! -repitió el viejo prócer -. ¡El nieto de Kelso!… Naturalmente… conocí mucho a su madre. Era una muchacha extraordinariamente bonita la tal Margaret Devereux, que dejó furiosos a todos escapándose con un mozo que no tenía un céntimo, un don nadie, subalterno en un regimiento de infantería, o algo por el estilo.

Ya lo creo… Me acuerdo de toda la historia como si fuera ayer. Al pobre chico le mataron en duelo en Spa, pocos meses después de su matrimonio. Fue una historia bastante fea. Dicen que Kelso compró a un aventurero de la peor especie, alguna bestia belga, para que insultase en público a su hijo político -lo compró, sí señor, lo compró -, y que el fulano ensartó a su hombre como si fuera un pichón. Echaron tierra al asunto; pero, por fas o por nefas, el caso es que Kelso, a los pocos días, tenía que comer solo en el círculo. Recogió a su hija, me dijeron; pero ella no volvió a dirigirle nunca la palabra. ¡Historia fea, historia fea! La muchacha murió al cabo de un año… ¿Conque ha dejado un hijo, eh? Había olvidado ese detalle. ¿Y qué tal es ese muchacho? Si se parece a su madre debe ser un guapo chico. -Guapísimo -asintió Lord Henry.
-Esperemos que caiga en buenas manos -continuó Lord Fermor -.
Debe tener una bonita fortuna en perspectiva, si Kelzo hizo bien las cosas. Su madre también tenía dinero. Todas las propiedades de Selby fueron a parar a ella, por parte de su abuelo, que detestaba a Kelso, juzgándole un perro tacaño. ¡Y vaya si lo era! Una vez vino a Madrid estando yo allí. Te aseguro que me avergonzó. La reina me preguntaba quién era aquel aristócrata inglés que se pasaba la vida disputando con los cocheros por unos céntimos. Fue toda una historia; estuve más de un mes sin atreverme a asomar la nariz por la corte. Esperemos que haya tratado a su nieto mejor que a aquellos bribones.
-No sé -respondió Lord Henry -. Me parece que debe haber quedado bien. Todavía no es mayor de edad. Sé que tiene Selby. Por lo menos, así me lo ha dicho. Y… su madre, ¿era realmente bonita? -Margaret Devereux era una de las mujeres más encantadoras que he visto en mi vida, Harry. Nunca he podido comprender qué pudo inducirla a hacer lo que hizo. Como que hubiera podido casarse con quien se le hubiese antojado. Carlington estaba loco por ella. Pero ella era una romántica. Todas las mujeres de esa familia lo fueron. Los hombres eran lamentables; pero, ¡caramba!, las mujeres eran extraordinarias. Carlington estaba de rodillas ante ella; él mismo me lo ha dicho. No había entonces una muchacha en Londres que no corriese tras él; pero ella se le rió en sus narices. Y a propósito, Harry, ya que hablamos de matrimonios absurdos, ¿qué paparrucha es ésa que me ha contado tu padre de que Dartmoor quiere casarse con una americana? ¿Es que no hay ninguna muchacha inglesa digna de él? ¬ ¡Pero si ahora está de moda casarse con una americana, tío Jorge! ¬ ¡Pues yo sostendré a las mujeres inglesas, aunque sea contra el mundo entero, Harry! -exclamó Lord Fermor, descargando un puñetazo sobre la mesa.
-Por el momento, las americanas están en alza.
– ¡Bah!, me han dicho que carecen de resistencia -dijo entre dientes su tío. -Una carrera larga las deja exhaustas; pero en el steeplechase no tienen rival. Cogen las cosas al vuelo.
– ¿Y qué son los padres de ella? -gruñó el anciano aristócrata -.
¿Los tiene siquiera? Lord Henry sacudió la cabeza.
-Las muchachas americanas son tan hábiles para ocultar sus padres, como las mujeres inglesas para ocultar su pasado -dijo, levantándose para irse.
– ¡Siempre serán salchicheros! -Así lo espero, tío Jorge, por fortuna para Dartmoor. He oído decir que la salchichería es la profesión más lucrativa en América, después de la política.
– ¿Y es bonita?
-Hace como si lo fuera. La mayor parte de las americanas son así. Ese es el secreto de su encanto.
-¿Por qué no podrán esas americanas quedarse en su país? ¿No están siempre diciéndonos que aquello es el paraíso de las mujeres? -Y lo es. Por eso, como Eva, tienen tanta prisa por salir de él -repuso Lord Henry -. Bueno, adiós, tío Jorge. Voy a llegar tarde a comer si me quedo más tiempo. Gracias por los informes que deseaba. Me gusta siempre saber todo lo que se refiere a mis nuevos amigos, y nada de lo que se refiere a los antiguos.
¿Dónde comes hoy, Harry? -En casa de tía Agatha. Nos ha invitado a mí y a Mr. Gray, que es su último protegido.
¡Jum! Haz el favor de decir a tu tía Agatha, Harry, que no me moleste más con sus obras de caridad. Estoy de ellas hasta la coronilla.

¡Caramba!, tu tía sin duda se figura que no tengo otra cosa que hacer que extender cheques para satisfacer su ridícula manía.
-Bien, tío Jorge, se lo diré; pero no le hará el menor efecto. Los filántropos pierden toda noción de humanidad. l S su característica.
El anciano gruñó aprobativamente y tocó el timbre para que viniera el criado.
Lord Henry tomó por la arcada baja de la calle de Burlington, encaminando sus pasos hacia la plaza de Berkeley.
¡Así, ésa era la historia de los padres de Dorian Gray! Crudamente, tal como le fue contada, le había, sin embargo, impresionado como una novela extraña y casi contemporánea. Una mujer hermosa arriesgándolo todo por una loca pasión. Unas cuantas semanas de dicha, bruscamente interrumpida por un crimen alevoso y repugnante. Meses de agonía muda, y luego un hijo nacido en el dolor. La madre arrebatada por la muerte; el niño abandonado ala soledad y a la tiranía de un viejo desalmado. Sí, era un fondo interesante. Hacía resaltar al mancebo, le hacía parecer más perfecto como quien dice. Detrás de todo lo que es exquisito hay siempre algo trágico. Mundos enteros tuvieron que ser removidos para que la más humilde planta pudiera florecer… ¡Y qué encantador había estado la noche antes, en la cena, con aquellos ojos atónitos y los labios entreabiertos de placer y temor, sentado frente a el en el comedor del círculo, mientras las pantallas rojas de las bujías teñían de un rusa más intenso la sorpresa creciente de su rostro! Hablarle, era como tocar en un violín maravilloso. Respondía al menor contacto y vibración del arco… Había algo terriblemente apasionante en el ejercicio de la influencia. Ninguna actividad podía comparársele. Proyectar nuestra alma en una forma atractiva, dejándola reposar en ella por un instante; oír uno de sus ideas devueltas en eco, con toda la música añadida de la pasión y la juventud; transmitir nuestra naturaleza a otra como si fuera un fluido sutil o un extraño perfume. Había en todo esto un goce positivo; acaso el más perfecto de todos los que nos ha dejado una época tan limitada y banal como la nuestra, una época grosamente carnal en sus placeres y groseramente vulgar en sus ideales… Verdad que era un ejemplar maravilloso el mancebo a quien por tan singular casualidad conociera en el estudio de Basil; por lo menos, podía llegar a serlo. Encarnaba la gracia y la blanca pureza de la infamia y la belleza que los antiguas mármoles griegos nos han conservado. Nada había que no se pudiera conseguir de él. Lo mismo podría hacerse de él un titán que un juguete. ¡Lástima que belleza semejante estuviera destinada a marchitarse!… ¿Y Basil? Desde un punto de vista psicológico, ¡qué interesante! Una modalidad nueva de arte, un nuevo modo de concebir la vida, sugeridos tan extrañamente por la simple presencia visible de un ser, inconsciente de todo ella, el espíritu silencioso que moraba en los bosques umbrías, y caminaba invisible por las llanuras, mostrándose súbitamente, como una dríade sin miedo, porque en su alma que le buscaba había sido despertada esa visión maravillosa, única que revela las grandes maravillas; las simples formas y apariencias de las cosas depurándose, por decirlo así, y conquistando una especie de valor simbólico, como si fueran ellas a su vez moldes de otras formas más perfectas, cuya sombra hiciesen real: ¡qué extraño todo ello! Algo análogo recordaba en la historia. ¿No era Platón, aquel artista en pensamiento, quien primero lo había analizado? ¿No fue Buonarotti quien lo cinceló en el mármol policromo de una serie de sonetos? Pero en nuestro siglo era realmente extraño… Sí; él trataría de ser para Dorian Gray lo que éste, sin saberlo, era para elpintor que había trazado el espléndido retrato. Él intentaría dominarlo; realmente, ya lo había conseguido a medias. El haría completamente suyo aquel admirable espíritu. Había algo fascinante en este hijo del Amor y la Muerte. De pronto se detuvo, y miró las fachadas. Advirtió que había pasado de casa de su tía, y sonriendo de sí mismo, volvió atrás. Al entrar en el vestíbulo un tanto sombrío, el mayordomo le dijo que ya se habían sentado a la mesa. Entregó a uno de los criadas el sombrero y el bastón, y pasó al comedor.
-Tarde, como de costumbre, Harry -le gritó su tía, meneando la cabeza.
Inventó una excusa cualquiera, y ocupando el sitio vacío, junto a ella, paseó una mirada en torno para ver quién había. Dorian le hizo una tímida inclinación de cabeza desde un extremo de la mesa, ruborizándose de contento. Enfrente tenía a la duquesa de Harley, dama de carácter afabilísimo y humor excelente, muy querida por cuantos la conocían, y de esas amplias proporciones arquitectónicas que, en las mujeres, cuando no son duquesas, nuestros historiadores contemporáneos describen como obesidad. Junto a ella, a su derecha, se encontraba Sir Thomas Burdon, miembro radical del Parlamento, que en la vida pública iba en pos de su jefe, y en la vida privada en pos de los buenos cocineros, comiendo con los conservadores y pensando con los liberales, con arreglo a una norma discreta y conocida. El puesto de su izquierda lo ocupaba Mr. Erskine, de Treadley, gentilhombre entrado en años, muy ameno y muy culto, que, sin embargo, había dado en la mala costumbre de callar, ya que, como explicó un día a Lady Agatha, había dicho antes de los treinta todo lo que tenía que decir. La vecina de Lord Henry era Mrs. Vandeleur, una de las amigas más antiguas de su tía, santa entre las santas; pero tan horriblemente desaliñada, que hacía pensar en un devocionario mal encuadernado. Afortunadamente para él, Mrs. Vandeleur tenía al otro lado a Lord Faudel, inteligentísima mediocridad entre dos edades, tan calvo como una declaración ministerial en la Cámara de los Comunes, con el que conversaba de esa manera profundamente seria que, como a menudo había observado, es el único error imperdonable en que caen todas las personas excelentes, y al que ninguna de ellas puede escapar por completo.
-Estábamos hablando de ese pobre Dartmoor, Lord Henry -gritó la duquesa, haciéndole un amable saludo con la cabeza -. ¿Cree usted que realmente se casará con esa interesante personita? -Me parece que ella tiene la intención de proponérselo, duquesa.
– ¡Qué horror! -exclamó Lady Agatha -. ¡Realmente habría que intervenir! -Me han dicho, de buena tinta, que su padre tiene un almacén de novedades americanas -dijo Sir Thomas Burdon, con gesto despectivo. -Mi tío le suponía salchichero, Sir Thomas.
– ¿Novedades? ¿Qué novedades americanas son ésas? -preguntó la duquesa, levantando sus gruesas manos con ademán de asombro. -Novelas americanas -repuso Lord Henry, sirviéndose un trozo de codorniz. La duquesa pareció desconcertada. -No le haga usted caso, querida -murmuró Lady Agatha -. Nunca sabe lo que dice.
-Cuando América fue civilizada… -dijo el miembro radical; y comenzó una fastidiosa disertación. Como todos los que tratan de agotar un tema, acababa siempre por agotar a sus oyentes.
La duquesa suspiró y ejerció su privilegio de interrupción.
– ¡Ojalá no lo hubiera sido nunca! -exclamó -. Realmente, nuestras hijas, hoy, tienen poca suerte. Es una injusticia. -Quizá, después de todo, no haya sido civilizada América -dijo Mr. Erskine -. Yo, por mi parte, diría que no ha sido más que descubierta.
– ¡Oh!, aquí hemos visto algunas muestras femeninas de sus habitantes -respondió vagamente la duquesa -. Y preciso es confesar que la mayor parte de ellas son preciosas. Y se visten divinamente. Encargan todos sus trajes a París. Ya quisiera yo poder hacer lo mismo.

-Dicen que cuando los americanos buenos se mueren van a París -dijo, riendo entre dientes Sir Thomas, que tenía un guardarropa bien surtido de desechos de ingenio.
– ¿De verdad? Y los americanos malos, ¿adónde van? -Se quedan en América -murmuró Lord Harry.
Sir Thomas frunció en ceño.
-Temo que su sobrino esté prevenido en contra de ese gran país – dijo a Lady Agatha -. Yo lo he recorrido todo en trenes especiales y les aseguro a ustedes que esa visita es una enseñanza.
– ¿Entonces va a ser preciso que veamos Chicago para acabar nuestra educación? -preguntó Mr. Erskine, lastimeramente -. Yo no me siento con ánimos para el viaje. Sir Thomas levantó la mano. -Mr. Erskine de Treadley tiene el mundo en sus estanterías. Nosotros, los hombres prácticos, necesitamos ver las cosas, en lugar de leer lo que dicen de ellas. Los americanos son un pueblo en extremo interesante. Pueblo de razón, si los hay. Creo que es su característica esencial. Sí, Mr. Erskine, un pueblo con sentido común. Le aseguro a usted que allí no se andan con sensiblerías.
– ¡Qué horror! -exclamó Lord Henry -. La fuerza bruta, todavía se concibe; pero la razón bruta es completamente intolerable. Hay en el uso de ella algo bestial, algo que queda siempre por debajo de la inteligencia.

-No comprendo lo que quiere usted decir -repuso Sir Thomas, enrojeciendo.
-Yo, sí, Lord Henry -murmuró Mr. Erskine, con una sonrisa.
-Las paradojas están bien como pasatiempo -añadió sir Thomas – ;
pero..:
– ¿Era una paradoja? -preguntó Mr. Erskine -. No lo creo… Sí; es posible que lo fuera. Al fin y al cabo, el camino de la paradoja es el camino de la verdad. Para conocer la realidad es preciso verla en la cuerda floja. Hasta que las verdades no se hacen acróbatas no podemos juzgarlas.
-¡Santo Dios! -exclamó Lady Agatha -. ¡Qué cosas dicen ustedes los hombres! Estoy segura de que jamás podré entenderlas. ¡Ah, Harry! Estoy enfadadísima contigo. ¿Por qué has convencido a nuestro encantador Mr. Dorian Gray de que renuncie a mis sociedades obreras? Te aseguro que nos hubiera sido inapreciable, y que habría tenido un gran éxito tocando el piano.
-Quiero que toque para mí solo -contestó Lord Henry, sonriendo; y, mirando al extremo de la mesa, recogió la respuesta de una mirada brillante.
-¡Pero hay tantos desgraciados en Whitechapel!-replicó Lady Agatha. -Puedo simpatizar con todo, menos con el sufrimiento -dijo Lord Henry, encogiéndose de hombros -. Con esto no me es posible simpatizar. Es demasiado feo, demasiado horrible, demasiado deprimente.
Hay algo agudamente enfermizo en esta simpatía moderna por el dolor.
Deberíamos simpatizar con el color, la belleza, la alegría de la vida.
Mientras menos se hable de las miserias de ésta, mejor.
-Sin embargo, el problema de las clases pobres es un problema de suma importancia -hizo observar Sir Thomas, con una grave inclinación de cabeza.
– ¡Ya lo creo! -contestó Lord Henry -. Es el problema de la esclavitud, y tratamos de resolverlo divirtiendo a los esclavos.
El político le miró entornando los ojos.
-Entonces, ¿qué cambios propone usted, qué medidas? Lord Henry se echó a reír.
– ¡Oh! Yo no deseo cambiar nada en Inglaterra, como no sea la temperatura -contestó -. A mí me basta y me sobra con la contemplación filosófica. Pero, como el siglo XIX ha hecho bancarrota a causa de su prodigalidad de sentimentalismo, me limitaría a proponer que recurriésemos a la ciencia para volvernos al buen camino. La ventaja de las emociones es que nos descarrían, y la ventaja de la ciencia es no ser emocionante.
-¡Pero tenemos responsabilidades tan graves! -se aventuró a decir Mrs. Vandeleur.
– ¡Terriblemente graves! -hizo eco Lady Agatha. Lord Henry dirigió una mirada a Mr. Erskine. -La humanidad se toma demasiado en serio. Es el pecado original del
mundo. Si el hombre de las cavernas hubiera sabido reír, la historia sería otra. -Es muy consolador eso que usted dice -susurró la duquesa -.
Antes, siempre que venía a ver a su querida tía, casi me sentía culpable del poco interés que me inspiraban esas clases pobres. Desde ahora me atreveré a mirarla cara a cara, sin sonrojarme.
-El sonrojarse sienta muy bien, duquesa -observó Lord Henry.
-Cuando se es joven -contestó ella -. Pero cuando una vieja como yo se sonroja, mal síntoma. ¡Ay, Lord Henry! Dígame usted qué debo hacer para volver a ser joven. Lord Henry quedó pensativo un instante.
– ¿Podría usted recordar algún gran pecado de sus primeros años, duquesa? -preguntó, mirándola por encima de la mesa.
– ¡Ay, temo que una porción! -exclamó la duquesa.
-Pues vuelva usted a cometerlos -dijo él gravemente -. Para recobrar la juventud no tiene uno más que repetir sus locuras.
– ¡Deliciosa teoría! -gritó la duquesa -. ¡Tengo que ponerla en práctica!
-¡Peligrosa teoría! -dictaminaron los labios sumido de Sir Thomas. -Lady Agatha meneó la cabeza; pero no pudo abstenerse de sonreír. Mr. Erskine escuchaba.
-Sí -continuó Lord Henry -; éste es uno de los grandes secretos de la vida. Hoy, la mayor parte de las personas mueren de un sentido común a ras de tierra, y descubren, cuando ya es demasiado tarde, que lo único que se echa de menos son los propios errores.
Una risa general corrió por toda la mesa. Lord Henry jugó con la idea, obstinándose en ella; la arrojaba al tire, transformándola; la dejaba escapar, para capturarla de nuevo; la irisaba de fantasía y le daba alas de paradoja. El elogio de la locura se elevó hasta la filosofía, y la filosofía misma fue rejuvenecida, y hurtando la música caprichosa del placer, con la túnica maculada de vino y coronada de hiedra, danzó como una bacante sobre las colinas de la vida, haciendo burla de la sobriedad del tardo Sileno. Los hechos huían ante ella como asustadas criaturas de la selva. Sus blancos pies hollaban el enorme lagar a cuya orilla el sabio Omar está sentado, hasta que el hirviente zumo de la uva inundó sus miembros desnudos con sus olas de purpúreas burbujas, desbordando en roja espuma por los flancos negros, rezumantes y viscosos de la cuba. Fue una improvisación extraordinaria. Sentía los ojos de Dorian Gray fijos en él, y la conciencia de que entre su auditorio se encontraba un ser cuyo espíritu quería fascinar, parecía aguzar su ingenio y policromar su imaginación. Estuvo brillante, fantástico, inspirado. Hizo caer en éxtasis a sus oyentes, que siguieron risueños tras su flauta. Dorian no separaba de él los ojos. Como bajo la influencia de un hechizo, las sonrisas se sucedían en sus labios y la sorpresa se hacía más grave en sus ojos sombríos.
AI fin, con la librea de la época, entró en el salón la realidad, en forma de lacayo, para anunciara la duquesa que su coche estaba aguardándola.
– ¡Qué fastidio! -exclamó la duquesa, retorciéndose las manos con una desesperación cómica-. Tengo que ira recoger a mi marido al círculo, para llevarle a no sé qué absurda reunión en WiIlis’s Rooms, que tiene que presidir. Si me retraso, va a ponerse furioso, y con este sombrero no puedo tener una escena. la demasiado frágil. Una palabra dura acabaría con él. Sí; no tengo más remedio que irme, querida Agatha.
Adiós, Lord Henry; ha estado usted delicioso y terriblemente inmoral.
Temo no saber qué pensar de sus ideas. Tiene usted que venir a cenar con nosotros cualquier noche de éstas. ¿El martes, por ejemplo? ¿No tiene usted ningún compromiso para el martes? -Por usted faltaría a todos, duquesa -dijo Lord Henry, inclinándose.
– ¡Ah! Muy bien. Es decir, muy bien y muy mal -exclamó la duquesa -. Bueno, no se olvide usted. Y salió apresuradamente del salón, seguida por Lady Agatha y las demás señoras. Cuando Lord Henry hubo tomado asiento de nuevo, Mr. Erskine, bordeando la mesa, fue a sentarse junto a él.
-Siempre está usted hablando de libros -dijo, poniéndole la mano en el brazo -. ¿Por qué no escribe usted uno? -Tengo demasiada afición a leerlos para pensar en escribirlos, Mr. Erskine. Sí, ciertamente, me gustaría escribir una novela; una novela que fuese tan hermosa como un tapiz persa, y tan irreal. Pero en Inglaterra no hay público más que para los periódicos, los devocionarios y las enciclopedias. De todos los pueblos de la tierra, el inglés es el que tiene menos sentido de la belleza literaria.
-Es posible que tenga usted razón -contestó Mr. Erskine -. Yo también tuve ambiciones literarias; pero hace tiempo que renuncié a ellas. Y ahora, mi querido y joven amigo, si me permite usted llamarle así, ¿puedo preguntarle si realmente piensa usted todo lo que nos ha dicho mientras comíamos? -He olvidado en absoluto lo que dije -sonrió Lord Henry -. ¿Tan inmoral era? -Inmoralísimo. Le considero a usted sumamente peligroso, y si sucediera algo a nuestra buena duquesa, todos le tendríamos a usted por el verdadero responsable. Pero me agradaría hablar con usted de cosas de la vida. La generación en que yo nací era extraordinariamente aburrida. Cualquier día, que esté usted cansado de Londres, venga a Treadley a exponerme su filosofía del placer ante un admirable borgoña que tengo la fortuna de conservar.
-Iré encantado. Una visita a Treadley es todo un privilegio. Un huésped perfecto y una perfecta biblioteca.
-Usted completará el conjunto -contestó el anciano gentilhombre, con un saludo cortés -. Ahora, preciso es que me despida de su excelente tía. Me esperan en el Ateneo. Es nuestra hora de dormir.
– ¿Todos, Mr. Erskine? -Cuarenta de nosotros, en cuarenta sillones. Estamos trabajando para fundar una Real Academia Inglesa.
Lord Henry sonrió, levantándose.
-Yo me voy al Parque -dijo en voz alta.
Al salir, Dorian Gray le tocó el brazo.
-Déjeme usted que le acompañe -murmuró.
-Pero, ¿no había usted prometido a Basil ir a verle? -preguntó Lord Henry.
-Preferiría ir con usted. Sí, comprendo que es preciso que vaya con usted. Déjeme que le acompañe. Y prométame hablar todo el tiempo. Nadie habla tan prodigiosamente como usted.
-¡Ah!, ya he hablado hoy bastante -dijo Lord Henry, sonriendo -.
Todo lo que deseo ahora es mirar pasar la vida. Venga usted conmigo y mírela pasar también, si le interesa.

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Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20