El Retrato de Dorian Gray – Cap 17

CAPITULO XVII
Una semana más tarde se hallaba sentado Dorian Gray en el invernadero de Selby Royal, hablando con la bellísima duquesa de Monmouth, que con su marido, un sesentón de aspecto cansado, formaba parte de sus invitados. Era la hora del té, y la luz suave de la enorme lámpara velada de encajes que había encima de la mesa iluminaba las porcelanas delicadas y la plata repujada del servicio, que presidía la duquesa.
Las blancas manos de ésta se movían graciosamente entre las tazas, y sus labios purpurinos sonreían a unas palabras que Dorian le había susurrado al oído. Lord Hcnry yacía recostado en un sillón de mimbre tapizado de seda, contemplándoles atentamente. Sentada en un diván color de albérchigo, Lady Narborough aparentaba escuchar la descripción que le estaba haciendo el duque del último escarabajo brasileño con que había enriquecido su colección. Tres jóvenes, vestidos de smoking y un tanto exagerados en su toilette , ofrecían las pastas a las señoras. La partida se componía de doce personas, y se esperaban algunas más para el día siguiente.
– ¿De qué hablan ustedes? ¿Puede saberse? -preguntó Lord Henry, acercándose a la mesa y dejando en ella su taza -. Supongo que Dorian te habrá dicho mi proyecto de rebautizarlo todo, Gladys. ¿Verdad que es una idea admirable? -Pero yo no necesito que vuelvan a bautizarme, Harry -replicó la duquesa, -mirándole con sus ojos maravillosos -. Estoy muy contenta con mi nombre, y me parece que Mr. Gray tampoco está descontento del suyo.
-Por nada del mundo querría yo, mi querida Gladys, cambiar el nombre de vosotros dos. Ambos son perfectos. No, yo pensaba sobre todo en las flores. Ayer corté una orquídea para mi ojal. Era una maravilla de flor, toda moteada, tan vistosa como los siete pecados capitales. En un momento de irreflexión pregunté su nombre a uno de los jardineros, que me dijo que era un hermoso ejemplar de Robinsoniana , u otro horror por el estilo. Es una triste verdad; pero no cabe duda de que hemos perdido el don de dar nombres bellos alas cosas. Y los nombres son todo. Yo no discuto ni me irrito nunca por los hechos. Mi caballo de batalla son siempre las palabras. Por eso detesto en literatura el realismo vulgar. El hombre capaz de llamar azada a una azada debería verse condenado a usarla. Seguramente es lo único para que sirve.
-Y a ti, ¿cómo quieres que te llamemos, Harry? -preguntó la duquesa.
-Su nombre es: el príncipe Paradoja -dijo Dorian.
– ¡Imposible confundirle! -exclamó ella.
¡No, no, de ningún modo! -protestó riendo y dejándose caer en un sillón Lord Henry -. ¡Nada de etiquetas! No hay quien se salve de una etiqueta. Rehuso el título.
¡Las Majestades no pueden abdicar! -advirtieron los labios purpurinos.

-¿Quieres, entonces, que defienda mi trono? -Sí.
-Yo digo las verdades de mañana.
-Prefiero los errores de hoy -repuso ella.
-Me desarmas, Gladys -exclamó él, prosiguiendo el juego.
-Del escudo, Harry; pero no de la lanza.
-Yo no puedo justar contra la belleza -protestó él de nuevo, agitándolas manos.
-Mal hecho, Harry, créeme. Colocas la belleza demasiado alta.
– ¿Cómo es posible que digas eso? Confieso que me parece preferible ser hermoso a ser bueno. Pero, por otra parte, nadie más dispuesto que yo a reconocer que es preferible ser bueno a ser feo.
-¿Entonces la fealdad es uno de los siete pecados capitales? -exclamó la duquesa -. ¿A qué queda entonces reducida la comparación que hiciste de la orquídea? -La fealdad es una de las siete virtudes mortales, Gladys. Tú, como buena conservadora, no debes menospreciarlas. La cerveza, la Biblia y las siete virtudes mortales han hecho a nuestra Inglaterra lo que es.
– ¿De modo que no amas a tu país? -interrogó ella. -En él vivo. -Para poder censurarlo mejor.
– ¿Querrías, entonces, verme compartir el veredicto que Europa ha dictado sobre él?
-¿Qué dicen de nosotros? -Que Tartufo ha emigrado a Inglaterra y ha puesto tienda en ella.
-¿Es tuya la frase, Harry?
-Te la regalo. -Gracias, no podría usarla. Es demasiado cierta. -No tengas miedo. Nuestros compatriotas nunca reconocen nada. -Son prácticos. -Más astutos que prácticos. Cuando hacen su balance compensan la
¡estupidez con la riqueza y el vicio con la hipocresía. -Sin embargo, hemos hecho grandes cosas. -Esas grandes cosas nos las echaron encima, Gladys. -Pero llevamos su peso. -Hasta la Bolsa nada más, amiga mía. Ella sacudió la cabeza, y exclamó:
-Yo creo en la raza. -Representa la supervivencia de los activos. Va en progreso. -Me interesa más la decadencia. -Y el Arte, ¿qué es?
-Una enfermedad.

¿Y el Amor? -Una ilusión.
¿Y la Religión? -El sustitutivo a la moda de la fe.

-Tú eres un escéptico.
– ¡Jamás! El escepticismo es el comienzo del credo.
-¿Qué eres entonces? -Definirse es limitarse.
-Dame algún hilo que me sirva de guía.
-Los hilos se rompen. Te perderías en el laberinto.
-Me aturdes. Hablemos de otra cosa.
-Nuestro anfitrión es un tema delicioso. Hace años le pusieron el nombre de: el Príncipe de los cuentos de hadas .
-¡Ay, no me recuerdes eso! -exclamó Dorian Gray.
-El anfitrión no está de humor esta noche -dijo la duquesa, ruborizándose levemente -. Me parece que piensa que Monmouth se casó conmigo exclusivamente por motivos científicos, como el mejor ejemplar que pudo encontrar de la mariposa moderna.
-Pero espero que no tendrá la intención de clavarla a usted con un alfiler, duquesa -replicó riendo Dorian.
– ¡Oh!, ya se encarga mi doncella de pincharme cuando la molesto.
-¿Y cómo puede usted molestarla, duquesa? -Por las cosas más insignificantes, Mr. Gray, se lo aseguro. Generalmente porque llego a las nueve menos diez y le digo que tengo que estar vestida para las ocho y media.
-¡Qué poco razonable! Debería usted regañarla.
-No me atrevo, Mr. Gray; además, me inventa sombreros. ¿Recuerda usted aquel que llevaba en la gardenparty de Lady Hilstone? No, no se acuerda usted; pero es una delicadeza el aparentarlo. Bueno, pues estaba hecho con nada. Todos los buenos sombreros están hechos con nada.
-Como todas las buenas reputaciones, Gladys -interrumpió Lord Henry -. Cada éxito nos trae un enemigo. Para ser popular es preciso ser mediocre.
-No con las mujeres -dijo la duquesa, moviendo negativamente la cabeza -. Y las mujeres gobiernan al mundo. Te aseguro que nosotras no podemos soportar a los mediocres. Las mujeres, como ha dicho alguien, amamos con los oídos, así como ustedes los hombres, aman con los ojos si es que realmente aman…
-Me parece que nunca hacemos otra cosa -susurró Dorian.
– ¡Ah!, entonces no debe usted haber amado de verdad nunca -replicó la duquesa, fingiendo tristeza. -Mi querida Gladys -exclamó Lord Henry -, ¿cómo es posible que digas eso? Lo romántico vive a fuerza de repetirse, y la repetición convierte un apetito en un arte. Además, cada vez que se ama es la única vez que se ha amado. La diferencia de objeto no altera la unidad de la pasión. La intensifica, simplemente. En la vida podemos tener, a lo sumo, una sola gran experiencia, y el secreto de la vida consiste en reproducir esta experiencia tan a menudo como sea posible.
– ¿Hasta cuando le ha dejado a uno maltrecho, Harry? -preguntó la duquesa, después de un momento de pausa.

-Especialmente cuando le ha dejado a uno maltrecho- contestó Lord Henry.
La duquesa se volvió y miró a Dorian con una singular expresión en los ojos.
– ¿Qué dice usted a eso, Mr. Gray? -preguntó.
Dorian vaciló un instante. Luego, echando hacia atrás la cabeza, repuso riendo: -Yo siempre estoy de acuerdo con Harry, duquesa.
¿Hasta cundo no tiene razón? -Harry siempre tiene razón.
¿Y le hace a usted dichoso su filosofía? -Yo nunca he buscado la felicidad. ¡Qué importa la felicidad! Yo he buscado el placer.

-¿Y encontrado, Mr. Gray? -Muchas veces. Demasiadas.
La duquesa suspiró.
-Yo busco ahora la paz -dijo -, y si no voy enseguida a vestirme, no podré tenerla esta noche.
-Permítame usted que le ofrezca unas orquídeas, duquesa -exclamó Dorian, poniéndose en pie y dirigiéndose a un extremo del invernadero.
-No estás muy acertada en tu flirt -dijo Lord Henry a su prima -. Deberías tener cuidado. Es demasiado sugestivo. -Si no lo fuera, no habría lucha.
– ¿Griegos contra griegos, entonces? -Yo estoy del lado de los troyanos. Luchaban por una mujer. -Fueron vencidos. -Hay cosas peores que la derrota -contestó ella. -Galopas a rienda suelta. -La velocidad nos da vida. -Lo apuntaré en mi diario esta noche.
– ¿El qué? -Que el niño que se quema ama el fuego. -Yo, ni siquiera me he chamuscado. Mis alas permanecen intactas. -Las usas para todo, menos para huir. -El valor ha emigrado de los hombres a las mujeres. Una nueva experiencia para nosotras. -Tienes una rival.
– ¿Quién? -Lady Narborough -murmuró él riendo -. Está locamente enamorada de él. -Me das miedo. El culto de la antigüedad nos es fatal a los que somos románticos.
– ¿Románticas vosotras? ¡Si tenéis todos los métodos de la ciencia! -Los hombres nos han educado. -Pero no explicado. -Defínenos como sexo -le desafió ella.
-Esfinges… sin enigma. Ella le miró sonriendo.
– ¡Cómo tarda Mr. Gray! -dijo, al cabo de un momento -. Vamos a ayudarle. Se me olvidó decirle el color de mi traje.

– ¡Ah!, tú debes acomodar tu traje a sus flores, Gladys.
-Eso sería una rendición prematura.
-El arte romántico comienza por el fin.
-Tengo que conservar una posibilidad de retirada.
– ¿A la manera de los Parthos? -Estos encontraron refugio en el desierto. Yo no podría hacerlo.
-No siempre podéis elegir las mujeres -contestó él.
Pero apenas había acabado la sentencia cuando del fondo del invernadero llegó un grito ahogado, seguido del ruido que hace al caer un cuerpo pesado. Todo el mundo se puso en pie. La duquesa quedó petrificada de horror. Y Lord Henry, con ojos de susto, se precipitó a través de las palmeras y halló a Dorian Gray, que yacía sobre las baldosas, con el rostro contra tierra, sin dar señales de vida.
Inmediatamente fue llevado al saloncito azul y depositado sobre uno de los divanes. AI poco rato volvió en sí y miró en torno suyo con ojos extraviados.
-¿Qué ha sucedido? -preguntó -. ¡Ah!, ya recuerdo. ¿Estay en salvo aquí, Harry? Y empezó a temblar febrilmente.
-Mi querido Dorian -le tranquilizó Lord Henry -; fue un simple desmayo. No hay por qué asustarse. Acaso un exceso de cansancio. No deberías bajar a cenar. Yo haré tus veces.
-No; bajaré -replicó Dorian, levantándose con un esfuerzo. Prefiero bajar. No quiero quedarme solo.
Y fue a vestirse a su cuarto.
Toda aquella noche, en la mesa, dio muestras de un buen humor despreocupado y casi frenético; pero, de cuando en cuando, un calofrío de terror le sacudía todo el cuerpo, al recordar que, pegada a un cristal del invernadero, como un blanco pañuelo, había visto la cara de James Vane espiándole.