El Retrato de Dorian Gray – Cap 15

CAPITULO XV

Esa misma noche, a las ocho y media, muy acicalado, con una gran boutonnière de violetas en el frac, Dorian Gray era anunciado en el salón de Lady Narborough. Las sienes le latían febrilmente, y todo él se hallaba terriblemente excitado; pero, no obstante, la reverencia que hizo a la dueña de la casa, al besarle la mano, fue tan natural y graciosa como de costumbre. Quizá nunca se siente uno con mayor naturalidad que cuando se ve obligado a fingir. Seguramente que nadie que hubiese visto aquella noche a Dorian Gray habría creído que acababa de pasar por una de las más horribles tragedias que puedan encontrarse en nuestros días. No era posible que aquellos dedos tan finamente modelados hubiesen empuñado un cuchillo, para matar, ni que aquellos labios sonrientes blasfemaran de Dios y de Su misericordia. El mismo no podía menos de sorprenderse de su tranquilidad, y por un instante sintió agudamente el terrible placer de una doble vida.
Era una reunión íntima, improvisada por Lady Narborough, mujer inteligentísima, que, al decir de Lord Hcnry, todavía conservaba restos de una notable fealdad. Se había mostrado esposa excelente de uno de nuestros más concienzudos embajadores, y habiéndolo ya enterrado convenientemente en un mausoleo de mármol, dibujado por ella misma, y casadas ya sus hijas con hombres ricos y un tanto maduros, consagrábase ahora a los deleites de la novela francesa, la cocina francesa y el esprit francés, cuando estaba a su alcance.
Dorian era uno de sus favoritos, y con frecuencia le decía que se alegraba mucho de no haberle conocido en su juventud.
-Sé, amigo mío, que me habría enamorado locamente de usted ¬ agregaba -, y que no habría vacilado en cometer por su causa los mayores disparates. Afortunadamente, en aquel tiempo usted apenas existía.
Por otra parte, me parece que jamás tuve ningún flirt con nadie. Culpa, al fin y al cabo, del pobre Narborough. Era tan corto de vista, que realmente no valía la pena de engañarle.
Sus invitados aquella noche eran poco pintorescos. El caso era, corno explicó a Dorian, detrás de un abanico muy usado, que una de sus hijas casadas había caído súbitamente sobre ella, con intención de pasar una temporadita a su lado, y, como si aún fuera poco, se había traído a su marido con ella.
-Un verdadero abuso, amigo mío -cuchicheó -. Verdad es que yo voy a su casa todos los veranos, a mi regreso de Homburg; pero hay que tener en cuenta que una vieja como yo necesita oxigenarse de cuando en cuando. Además, yo les despierto de la modorra campestre.
No puede usted figurarse la vida que hacen allí. La vida de campo ideal. Se levantan temprano, porque tienen tanto que hacer, y se acuestan temprano, porque tienen tan poco en qué pensar. En toda la comarca no ha habido un solo escándalo desde el tiempo de la reina Isabel; de modo que, en cuanto acaban de cenar, se quedan dormidos.
Tenga usted cuidado de no sentarse junto a ninguno de los dos. Siéntese usted aquí, conmigo, y entreténgame.
Dorian murmuré un gracioso cumplido y paseó la mirada por el salón. Sí, la reunión se presentaba aburrida. Dos de los invitados le eran desconocidos, y el resto consistía en: Ernest Harrowden, una de esas medianías entre dos edades, tan comunes en los clubs londinenses, que no tienen enemigos, pero que son sinceramente detestados por sus amigos; Lady Ruxton, mujer muy emperifollada, frisando en los cuarenta y siete, con nariz de loro, que continuamente estaba tratando de comprometerse, pero que era tan irremediablemente fea que, con gran desesperación suya, nadie quería nunca creer nada contra ella; Mrs.
Erlynne, una activísima insignificancia, con un delicioso ceceo y cabellos rojo veneciano; Lady Alice Chapman, hija de la dueña de la casa, muchacha desaliñada e insulsa, con una de esas características fisonomías británicas, que, una vez vistas, no se recuerdan jamás, y su marido, un ser de carrillos colorados, y patillas blancas, que, como tantos de su especie, se figuran que una excesiva jovialidad puede compensar una carencia absoluta de ideas.
Sentía casi haber venido cuando Lady Narborough, echando una mirada al gran reloj de bronce dorado que sobre la chimenea vestida de malva exhibía sus curvas aparatosas, exclamó: – ¡Qué malvado ese Henry Wotton en retrasarse de este modo! Le avisé esta mañana, por si acaso, y me prometió venir sin falta.
Fue para Dorian un consuelo saber que Harry iba a venir, y apenas se abrió la puerta y oyó su voz queda y musical prestando su encanto a una insincera lisonja, disipóse su tedio.
Pero en la mesa apenas comió bocado. Plato tras plato pasaron sin que él los probase. Lady Narborough no cesó de quejarse de lo que ella llamaba «un insulto a ese pobre Adolfo, que había compuesto el menú exclusivamente para él», y de cuando en cuando Lord Henry clavaba los ojos en él, sorprendido de su silencio y de su aire abstraído. El mayordomo llenaba con frecuencia su copa de champagne. El bebía ávidamente, y su sed parecía ir en aumento.
-Dorian -dijo al fin Lord Henry, cuando sirvieron el chaudfroid -, ¿qué te ocurre esta noche? No pareces tú.
-Debe estar enamorado -gritó Lady Narborough -, y teme decírmelo, por medio a que me sienta celosa. Y tiene razón que le sobra.
Seguramente me sentiría.
-Querida Lady Narborough -murmuró Dorian, sonriendo -, hace toda una semana que no me he enamorado. Sí, desde que madame de Ferrol se fue de Londres.
– ¡Cómo podrán los hombres enamorarse de semejante mujer! ¬exclamó la anciana señora -. Realmente no lo comprendo.
-Simplemente porque madame de Ferrol le recuerda a usted aquellos tiempos en que era usted una niña, Lady Narborough -dijo Lord Henry -. Es el único lazo de unión entre nosotros y los vestiditos cortos de usted.
-Madame de Ferrol no me recuerda ni poco ni mucho mis vesti- ditos cortos, Lord Henry. Pero yo la recuerdo en cambio a ella perfectamente cuando estaba en Viena, hace ya treinta años, y los escotes que llevaba.
-Y que sigue llevando -replicó él, cogiendo una aceituna con sus dedos afilados -. Cuando va bien vestida parece una edición de lujo de una mala novela francesa. Realmente, es maravillosa, y llena de sorpresas. Su capacidad de amor familiar es extraordinaria. Cuando murió su tercer marido, sus cabellos se volvieron completamente rubios de dolor.
¡Harry! -exclamó Dorian.
¡Es una explicación romántica! -dijo riendo Lady Narborough -.

¡Pero su tercer marido, Lord Henry! – ¿Eso quiere decir que Ferrol es el cuarto? -Exactamente, Lady Narborough.
-No puedo creerlo.
-Bueno, pregúnteselo usted a Mr. Gray, que es uno de sus amigos más íntimos.
-¿Es cierto, Mr. Gray? -Así me lo ha asegurado ella, Lady Narborough -contestó Dorian -. Yo le pregunté si, como Margarita de Navarra, conservaba sus corazones embalsamados y los llevaba colgados de la cintura, y me dijo que no, puesto que ninguno de los tres lo tenía.
-¡Cuatro maridos! ¡Palabra, es trop de zéle! – Trop d’audace , le dije yo -añadió Dorian.
-¡Qh!, ella tiene audacia para eso y para mucho más. Y ¿cómo es Ferrol? No le conozco.
-Los maridos de las mujeres tan bonitas pertenecen a las clases criminales -dijo Lord Henry, bebiendo a sorbitos su copa de vino.
Lady Narborough le dio un golpecito con su abanico.
-No me extraña, Lord Henry, que el mundo diga que es usted muy malo.
-Pero, ¿qué mundo dice eso? -preguntó Lord Henry, levantando las cejas -. Debe ser el mundo próximo. FI actual y yo estamos en la mejor armonía.
-Todas las personas que conozco dicen que es usted muy malo ¬ exclamó la anciana señora, meneando la cabeza.
Lord Henry pareció ponerse serio un momento.
-Es verdaderamente monstruosa -dijo al fin- la manera que tiene hoy la gente de conducirse, diciendo, a espaldas de uno, cosas que son absolutamente exactas.
– ¡Es incorregible! -exclamó Dorian, recostándose en la silla.
-Esperémoslo así -dijo la ducha de la casa, riendo -. Pero, realmente, si todos ustedes adoran tan absurdamente a esa madame de Ferrol, no voy a tener más remedio, para estar a la moda, que casarme otra vez.
-Usted no puede volver a casarse, Lady Narborough -interrumpió Lord Henry -. Fue usted demasiado feliz. Cuando una mujer se vuelve a casar es porque aborrecía a su primer marido. Cuando un hombre se vuelve a casar es porque adoraba a su primera mujer. Las mujeres prueban su suerte; los hombres arriesgan la suya.
-Narborough no fue perfecto -gritó la anciana señora.
-Si lo hubiese sido no le habría usted querido tanto, amiga mía ¬replicó Lord Henry -. Las mujeres nos aman por nuestros defectos. Si tuviésemos bastantes nos lo perdonarían todo, hasta nuestra inteligencia. Temo que, después de esto, no vuelva usted a invitarme a comer, Lady Narborough; pero es la pura verdad.
-Naturalmente que es verdad, Lord Henry. Si las mujeres no les amásemos a ustedes por sus defectos, ¿dónde estarían todos ustedes? No habría hombre que se casase. Serían ustedes una colección de desdichados solteros. Claro que esto no influiría en ustedes gran cosa. Hoy todos los hombres casadas Viven como solteros, y todos los solteros como casados.
-Fin de siécle-murmuró Lord Henry.
– Fin du globe -repuso Lady Narborough.
¡Ojalá fuera el fin du globe! -dijo Dorian, suspirando -. La vida es una gran desilusión.
¡Por favor, Mr. Gray -exclamó Lady Narborough, poniéndose los guantes -, no vaya usted a decirme que ha agotado la vida! Cuando un hombre dice eso ya se sabe que es la vida la que le ha agotado a él.

Lord Henry es muy malo, y yo siento a veces no haberlo sido también; pero usted ha nacido para ser bueno… ¡es usted tan guapo! Ya le buscaré yo a usted una mujer bonita. ¿No le parece a usted, Lord Henry, que Mr. Gray debería casarse?
-Es lo que yo siempre le estoy diciendo -contestó Lord Henry, inclinándose.
-Bueno, pues ya le buscaremos un buen partido. Esta noche me dedicaré a estudiar el Debrett , y haré una lista de todas las muchachas elegibles.
-¿Con mención de sus edades, Lady Narborough? -preguntó Dorian.
-Naturalmente que sí; con sus edades, escritas a vuela pluma. Pero no hay que precipitarse demasiado. Quiero que sea lo que The Morning Post llama una alianza adecuada, y deseo que ambos sean ustedes muy felices.
– ¡Cuántas tonterías se dicen sobre los matrimonios felices! -exclamó Lord Henry -. Cualquier hombre puede ser feliz con una mujer, mientras no se enamore de ella.
– ¡Ay, es usted un cínico tremendo! -dijo la anciana señora, echando hacia atrás su silla, y haciendo una señal con la cabeza a Lady Ruxton -. Vuelva usted pronto a comer conmigo. Es usted un tónico maravilloso; mucho mejor que el que Sir Andrew me ha recetado. Pero hágame usted una nota de invitados, de personas del agrado de usted. Quiero que la reunión sea perfecta.
– ¡Oh!, a mí me agradan los hombres que tienen un futuro y las mujeres que tienen un pasado -contestó Lord Henry -. ¿O cree usted que predominarían demasiado has mujeres? -Lo temo -dijo ella riendo y poniéndose en pie -. Mil perdones, mi querida Lady Ruxton -añadió -. No advertí que aún no había terminado usted su cigarrillo.

-No se preocupe usted Lady Narborough. Ya, sin eso, fumo demasiado. No voy a tener más remedio que limitarme en lo futuro.
-No haga usted semejante cosa, Lady Ruxton -dijo Lord Henry -.
La moderación es una cesa fatal. Bastante, es tan malo como una comida. Más que bastante, es tan bueno como un festín.
Lady Ruxton le miró con curiosidad.
-Venga usted a casa una tarde a explicarme eso, Lord Henry. La teoría parece seductora -susurró, saliendo del comedor.
-Ahora, mucho ojo con tardar demasiado hablando de política y de escándalos -gritó Lady Narborough desde la puerta -. ¡Qué reñimos, si no!
Los hombres se echaron a reír, y Mr. Chapman se levantó solemnemente del extremo de la mesa para venir a sentarse en la cabecera.
Dorian Gray también cambió de sitio y fue a colocarse al lado de Lord Henry. Mr. Chapman empezó a hablar en voz muy sonora de la situación en la Cámara de los Comunes, riéndose a carcajadas de sus adversarios. La palabras doctrinario -palabra preñada de terrores para el espíritu británico- reaparecía de cuando en cuando entre sus explosiones. Un prefijo reiterado servía de adorno oratorio. Izaba el Union Jack sobre las cumbres del pensamiento. La estupidez hereditaria de la raza -que él jovialmente llamaba el profundo sentido común de los ingleses- era mostrada como el verdadero baluarte de la sociedad.
Por los labios de Lord Henry pasó una sonrisa, y volviéndose miró a Dorian.
– ¿Te sientes mejor, querido? -preguntó -. Me pareció, durante la cena, que no te encontrabas bien.
-Pues me encuentro perfectamente, Harry. Un poco cansado, si acaso.
-Anoche estuviste delicioso. La duquesita se quedó fascinada. Me dijo que iría a Selby.
-Sí, me prometió venir hacia el veinte.
– ¿Irá también Monmouth?
– ¡Naturalmente, Harry! -Me aburre de un modo horrible el tal Monmouth; casi tanto como a la duquesa. Esta es muy inteligente, demasiado inteligente para una mujer. Carece de ese encanto indefinible que tienen los débiles.
¡Ah!, los pies de arcilla es lo que hace tan precioso el oro de la estatua.
Los pies de ella son lindísimos, no cabe duda; pero no son de arcilla.
Pies de porcelana blanca, si quieres. Han pasado a través de las llamas, y lo que el fuego no destruye, lo endurece. ¡Ah!, lo que es experiencia no le falta.
– ¿Desde cuándo está casada? -preguntó Dorian.
-Ella me ha dicho que desde hace una eternidad. Según el Perage, desde hace diez años. Pero diez años con Monmouth deben haber sido como la eternidad; sin contar el tiempo. ¿Quién más irá? – ¡Oh!, los de costumbre: los Willoughby, Lord Rugby y su mujer, Lady Narborough, Geoffrey Clouston… También he invitado a Lord Grotrian.
-Este me agrada -dijo Lord Henry -. A mucha gente no le es simpático; pero yo lo encuentro encantador. Su educación siempre perfecta excusa su toilett a veces rebuscada. Es un tipo absolutamente moderno.
-No sé si podrá venir, Harry. Es muy posible que tenga que acompañar a su padre a Montecarlo.
– ¡Los parientes siempre inoportunos! Procura que venga. Y a propósito, Dorian, ¿porqué te fuiste anoche tan temprano? Aún no eran las once. ¿Qué hiciste después? ¿Te fuiste a tu casa enseguida? Dorian frunció el ceño, y pareció titubear un momento.
-No, Harry -dijo al fin -; no volví a casa hasta eso de las tres.
-¿Estuviste en el club? -Sí -contestó Dorian. Enseguida, mordiéndose los labios, se apresuró a añadir -: Es decir, no. No estuve en el club. Estuve paseando. No recuerdo a punto fijo lo que hice… ¡Qué curioso eres, Harry! ¡Cuánto te gusta enterarte de lo que uno hace! Yo, en cambio, daría cualquier cosa por olvidar lo que hago… Volví a casa a las dos y media, si te interesa saber la hora exacta. Me había olvidado el llavín, y tuvo que abrirme el criado. Si necesitas prueba de ello, puedes preguntárselo.
Lord Henry se encogió de hombros.
– ¡Como si a mí me importase eso algo, querido! Subamos al salón… No, gracias, Mr. Chapman, no quiero jerez… Algo te ha ocurrido a ti, Dorian. Cuéntamelo. Esta noche, no estás en caja.
-No te preocupes por mí, Harry. Me siento un poco nervioso, irritable; eso es todo. Mañana o pasado iré por tu casa. Ahora, despídeme de Lady Narborough y preséntale mis excusas. Me molesta subir.
Prefiero irme a casa. Sí, debo irme a la cama.
-Como quieras, Dorian. Espero que mañana te veré en el té. Ya sabes que irá la duquesa.
-Procuraré no faltar, Harry -contestó Dorian Gray, saliendo de la habitación.
Volviendo hacia su casa, en el coche, sintió que el terror, que creía estrangulado, se había apoderado de él nuevamente. La pregunta casual de Lord Henry le había hecho perder un momento su sangre fría, y él necesitaba conservar muy tranquilos sus nervios. Había algunos objetos peligrosos que destruir. Sintió un calofrío, sólo a la idea de tocarlos.
Sin embargo, no había más remedio. Comprendiéndolo así, en cuanto hubo cerrado la puerta de la biblioteca abrió el armario secreto en que guardara el maletín y el abrigo de Basil Hallward. En la chimenea ardía un gran fuego. Echó en él otro leño. El olor del cuero quemado y de las telas ardiendo era horrible. Tres cuartos de hora tardó en consumirse todo. Al final, se sentía mareado y desfallecido, y tuvo que quemar, en un afiligranado braserillo de cobre, unas cuantas pastillas de Argel, y que refrescarse las manos y la frente con un vinagre almizclado.
De pronto, se estremeció. Sus ojos brillaron extrañamente, y sus dientes mordiscaron nerviosamente el labio inferior. Entre dos de las ventanas había un ancho escritorio florentino de ébano, con incrustaciones de marfil y lapislázuli. En él tenía Dorian fijos los ojos, como si le fascinase y espantara, como si encerrase algo que a la vez deseara y temiese. Su respiración se hizo más precipitada. Un loco anhelo se apoderó de él. Encendió un cigarrillo, que arrojó enseguida. Sus párpados fueron cerrándose, hasta que los largos flecos de sus pestañas tocaron casi las mejillas. Pero sus ojos continuaban clavados en el escritorio. Al fin, se levantó del sofá en que estaba echado, dirigióse hacia él y, después de abrirlo, tocó un oculto resorte. Un cajoncito triangular salió lentamente. Sus dedos se hundieron instintivamente en él y apresaron algo. Era una cajita china, de laca negra espolvoreada de oro, sutilmente trabajada, con un dibujo de olas en los costados, y cuentas de cristal y borlas de hilos metálicos colgando de los cordones de seda.
La abrió. Dentro había una pasta verde con aspecto de cera y un olor penetrante.
Vaciló unos momentos, con una extraña sonrisa de éxtasis en los labios. Luego, estremeciéndose, a pesar de que la atmósfera del cuarto estaba terriblemente recalentada, se desperezó y miró la hora. Faltaban veinte minutos para las doce. Volvió a dejar la cajita en su sitio, cerró el escritorio y pasó a su alcoba.
La medianoche hacía sonar sus doce campanadas de bronce en el aire fosco, cuando Dorian Gray, vestido pobremente, con una bufanda enrollada al cuello, solfa sigilosamente de su casa. En la calle de Bond encontró un hansom con un buen caballo. Lo llamó, y en voz baja dio una dirección al cochero.
Este sacudió la cabeza, refunfuñando: -Es demasiado lejos para mí.
-Aquí tienes una libra esterlina -dijo Dorian -, y si vas deprisa tendrás otra.
-Puede estar seguro el señor de que dentro de una hora estará allí.
Y embolsando la propina hizo dar media vuelta al caballo, que arrancó a paso largo en dirección al río.